Page 91 - Tito - El martirio de los judíos
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Entregaron la de Galba a los esclavos de un liberto de Nerón que Galba
                había mandado asesinar. Y los esclavos jugaron con ella, esgrimiéndola,
                haciéndola rodar por el suelo, mofándose con alborozo: «¡Galba, dios
                del Amor, goza de tu juventud!».


                El anciano, en efecto, se jactaba de que su sexo era igual de puntiagudo
                y rígido que una lanza de soldado joven.

                Finalmente tiraron la cabeza en aquel lugar llamado Sesorio, donde se
                abandona a las rapaces, a los perros y a los buitres los cuerpos de
                quienes han sido condenados por el César.

                Dije a Ben Zacarías que entre Vespasiano y el trono imperial ya sólo
                quedaban, ahora que la cabeza de Galba había sido pasto de los
                carroñeros, los cadáveres de Otón y de Vitelio.

                Las legiones de ambos emperadores —uno más legítimo que otro,
                puesto que Vitelio no había recibido el juramento de los senadores, pero
                ambos igual de disipados— se disponían a combatir.


                Se enfrentaron entre Verona y Cremona, en un lugar llamado Bedriac.
                La sangre de la guerra civil corrió como un torrente. Ochenta mil
                cadáveres de soldados romanos cubrieron el suelo de la Galia Cisalpina.


                Otón, vencido, clavó la empuñadura de su cuchillo en el suelo. Lo
                mantuvo erecto con las dos manos y se dejó caer sobre la punta,
                limitando su sufrimiento a un quejido. Así lo repitieron quienes vieron su
                cuerpo ensangrentado. ¿Pero quién sabe con certeza lo que ocurre en el
                momento de morir?

                Sus soldados lo lloraron, abrazaron su cadáver; algunos se mataron
                desesperados ante la hoguera en que su cuerpo se consumía.


                Todos aquellos que sobrevivieron y retrocedieron ante las legiones
                victoriosas sintieron un odio implacable por el vencedor de Otón, ese
                Vitelio, nuevo emperador, que se dirigía a Roma.


                Tenía que irme de la ciudad cuanto antes.

                Convencí a Ben Zacarías de que el depravado Vitelio, el general de las
                legiones de Germania, el delator al servicio de Nerón, no podía aportar
                al pueblo de Judea sino más guerra y desgracias.

                Ciertamente, Vespasiano era un general implacable, pero Josefo ben
                Matías lo había visto emperador. Y Tito era el amante de la reina judía
                Berenice. Agripa y otros judíos eran parte del entorno de Vespasiano.
                ¿Podrían Tito y él salvar lo que aún era salvable del pueblo judío?

                —Jerusalén? —susurró Ben Zacarías.






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