Page 94 - Tito - El martirio de los judíos
P. 94

el horizonte. El capitán de la nave me había asegurado que con ese
                viento del este alcanzaríamos Alejandría en seis o siete días.

                Ben Zacarías me ignoró durante un rato.


                Se mantuvo callado, pero de repente me dijo, como si reanudáramos
                una conversación apenas interrumpida:

                —Rezo a Dios para que la profecía de Josefo ben Matías se cumpla, para
                que Vespasiano sea nombrado emperador de Roma. Ha convivido con
                mi pueblo. Lo ha ajusticiado y vencido. Pero ni él ni Tito nos han
                despreciado. Nos han reconocido como un pueblo valiente, un pueblo
                que lucha —fue Tito quien lo dijo, lo sabes— por su patria y por su
                libertad.


                Se volvió finalmente hacia mí:

                —Cuando llegue a Alejandría, me presentaré con toda una embajada
                ante el gobernador de Egipto. Conozco a Tiberio Alejandro. Nació judío,
                aunque luego renegara y se olvidara de sus orígenes. Conoce nuestra
                influencia y nuestra riqueza. Le diré que sus legiones tienen que ponerse
                del lado de Vespasiano y negarse a seguir a Vitelio.


                Un momento antes de embarcarnos en Ostia nos habíamos enterado de
                que las tropas de Vitelio ya habían convertido Roma en un inmenso
                campamento militar.

                Todas las casas estaban abarrotadas de soldados armados. Procedían
                de las tierras frías, rudas y austeras de Germania. Estaban
                descubriendo el oro y la plata de la primera ciudad del mundo.
                Detentaban la fuerza, y una de sus manos empuñaba la espada mientras
                la otra se apoderaba con avidez de todos esos bienes tan abundantes en
                Roma.

                En cuanto a Vitelio, empezó una vida de desenfreno emborrachándose y
                atiborrándose de comida: desayuno, cena y orgía se iban sucediendo en
                la misma jornada. Ni siquiera despreciaba las sobras de comida. Ya le
                habían servido dos mil pescados, siete mil pájaros, bandejas donde se
                mezclaban hígados de escaro —ese pez de mares cálidos—, sesos de
                faisán y de pavo real, lenguas de flamenco, lechazas de morena. Lo
                engullía todo y luego vomitaba. Así, con los ojos velados por la
                embriaguez, ordenaba la muerte de fulano o mengano. Y asistía a los
                suplicios, glotón y cruel.


                —Vespasiano debe ser emperador —repitió Ben Zacarías.


                Se inclinó hacia mí, con la cabeza ladeada sobre el hombro, y volví a
                pensar en esos crucificados arrebatados por la muerte y cuya cabeza
                cae de repente. Me dijo:







                                                                                                     94/221
   89   90   91   92   93   94   95   96   97   98   99