Page 88 - Tito - El martirio de los judíos
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ESTABA deseoso de salir de Roma.
La muerte la andaba rondando, la sangre de la guerra civil estaba
empezando a correr.
No quería verme obligado a elegir entre Galba, Otón y Vitelio. Cada día
me parecía más realizable la profecía de Josefo ben Matías: que
Vespasiano y luego Tito se convertirían en emperadores de la
humanidad.
Se lo dije una y otra vez a Ben Zacarías, a quien recomendé que zarpara
sin demora para Alejandría, antes de que los pretorianos y la flota de
uno u otro rival nos prohibiesen abandonar el puerto de Ostia y nos
tragase el pantano de sangre en que se estaba convirtiendo Roma.
Ben Zacarías me escuchaba.
Admiraba su calma y hasta su mutismo, que sólo rompían algunas
palabras sabias exhortándome a la paciencia.
Siempre era Dios el que decidía, murmuraba.
Reconocía en él el magisterio de mi maestro Séneca, ese aparente
fatalismo que no era sino lucidez.
Ben Zacarías también me recordaba a esos cristianos que había
conocido, a ese Toranio con quien de cuando en cuando me cruzaba en
el Foro; allí avisaba a los romanos de los peligros que los acechaban.
Admiraba su fe y su valor.
Cuando le comuniqué mis reflexiones y las comparaciones que me
venían a la mente, Ben Zacarías se limitó a contestarme:
—Son hermanos todos aquellos que creen en la inmortalidad del alma,
aquellos que saben que la vida no es sino un breve tránsito, y el cuerpo
una envoltura mortal de la que el alma se desprende para reunirse con
la divina eternidad.
Lo dijo en voz baja, sentado, cruzado de piernas y brazos, con el cuerpo
tan inmóvil que parecía una estatua. Hasta sus labios me parecieron
cerrados, y, sin embargo, cuando evoqué la resurrección de los cuerpos
en la que creían los cristianos, y el de Cristo resucitado, me replicó que
cada cual podía elegir sus sueños y consolarse de no ser más que un
mortal del que sólo el alma iba a sobrevivir.
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