Page 83 - Tito - El martirio de los judíos
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Habrá terremotos, hambrunas, epidemias por doquier, y grandes
señales en el cielo. Ésos son los inicios de la aflicción».
Había alzado la voz y, en aquel cuarto oscuro, los hombres y mujeres
que lo habían seguido repetían dichas palabras:
—Los inicios de la aflicción… Recemos a Cristo que ha castigado a la
Bestia, recemos para que resuciten los cuerpos de aquellos a quienes la
Bestia martirizó, y de los que sucumbirán si nos caen nuevas
calamidades, un nuevo cerdo con zarpas de gavilán. Recemos para que
la resurrección nos dé la vida y la paz eternas. Recemos a Cristo.
Luego cantaron acompasadamente:
—¡Maranata! ¡Maranata! ¡Nuestro Señor acude! ¡Nuestro Señor acude!
Dejé emocionado a los cristianos, repitiendo casi a mi pesar:
«¡Maranata! ¡Maranata!».
Pero a quien yo veía acudir no era a «Nuestro Señor» sino a Galba, un
emperador cuya caída ya se estaba preparando.
Sabino acudía a diario al cuartel de los pretorianos.
Afirmaba que sería el único que mantendría sus promesas: pagaría los
siete mil quinientos dracmas que cada soldado debía cobrar por haber
elegido a Galba.
Lo escuchaban pero no lo respetaban. Se decía que sólo era un hijo de
gladiador, un liberto que había estado al servicio de Nerón, uno de los
más perversos delatores.
Oí a un centurión decir a los pretorianos:
—Contra Nerón podíamos invocar nuestros agravios, pero ahora,
¿podemos reprochar a Galba el asesinato de una madre, el homicidio de
una esposa, la vergüenza de ver a un emperador actuar en un escenario
e interpretar una tragedia? ¿Debemos preferir, antes que a Galba, que
ha sido gobernador, cónsul, que es linajudo, cuya riqueza es inmensa,
que posee los mayores almacenes de trigo de Italia, a ese Sabino que
traicionó a Nerón tras haber sido su compinche de crimen y
depravación, y que a su vez nos traicionará a nosotros?
Aquel día escribí a Vespasiano y a Tito que, tras la caída de Nerón, la
tierra de Roma estaba viéndose sacudida por terremotos tan fuertes que
harían falta unos cuantos meses, unas cuantas guerras para que
regresara la calma a ella.
No se podía confiar en los pretorianos, que se vendían al mejor postor,
ya fuera Nerón, Sabino o Galba, y probablemente mañana Vitelio, que
mandaba en Germania y cuyos soldados ya lo habían elegido
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