Page 85 - Tito - El martirio de los judíos
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                EL primer cuerpo que se pudrió fue el de Galba, ese anciano deforme,
                cruel y avaro, depravado y sometido a los libertos con quienes
                compartía su lecho.


                No tengo más remedio que llamarlo emperador, aunque jamás
                consiguiera reunir a su alrededor a sus partidarios ni callar a los
                pretorianos que reclamaban lo que les debía y a quienes cometió la
                torpeza de contestar: «Tengo por costumbre alistar a soldados, no
                comprarlos».

                Los pretorianos esperaban que se les pagara, y como Galba se negaba a
                ello, lo insultaban y conspiraban contra él, aunque dudaban si matarlo
                al no saber por quién iban a sustituirlo.

                Un día en que, según la costumbre, los tribunos militares y los
                centuriones estaban rezando en el anfiteatro por la felicidad del
                emperador Galba, la soldadesca, entre la cual me hallaba, empezó a
                protestar y, al proseguir los oficiales con sus oraciones, los pretorianos
                gritaron: «… ¡si Galba es digno de ello!».


                Supe en ese instante que Galba estaba condenado.




                Quise salir de Roma, adelantarme a Tito, quien, según me informó un
                correo, había embarcado en Cesarea para acudir, en nombre de
                Vespasiano y de las legiones de Judea, a saludar al nuevo emperador.

                Me dirigí a la orilla derecha del Tíber, a ese barrio judío donde, según
                me habían contado, se podía conseguir pasaje en una de las naves
                pertenecientes a ricos mercaderes, y que salían varias veces por semana
                hacia Alejandría.


                Me sorprendió el alegre ajetreo que reinaba en aquellas callejuelas. La
                gente se alegraba de la muerte de Nerón. Tanto los judíos como los
                discípulos de Cristo pensaban que Dios había castigado al emperador
                que había ordenado a sus legiones —las de Vespasiano, de Tito y de
                Tiberio Alejandro— reprimir la rebelión de las ciudades de Galilea, esas
                legiones que todos temían que se estuviesen disponiendo a conquistar y
                a destruir Jerusalén.

                Una embajada judía acababa de llegar de Alejandría para intentar
                detener esas masacres de decenas de miles de judíos que yo había
                presenciado.





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