Page 57 - Aldous Huxley
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                  por encima de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!,
                  en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió,
                  estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de
                  los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían
                  moverse en su interior, como dotados de vida propia... ¡Ford!, se fundían... ¡Ford!, se
                  disolvían...  Después,  en otro tono, súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz
                  trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta
                  convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito
                  más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró.
                  Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la
                  expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada  vez más tensa,
                  casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande... ¡Oh, sí, los oían,
                  oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la
                  invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de
                  desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus
                  pies.

                  -¡Lo oigo! -gritó-. ¡Lo oigo! -¡Viene! -chilló Sarojini Engels. -¡Sí, viene, lo oigo!


                  Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.

                  -¡Oh, oh, ohl -exclamó Joanna.


                  -¡Viene! -exlamó Jim Bokanovsky.

                  El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos
                  e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.

                  -¡Oh, ya viene! -chilló Clara Deterding-. ¡Ay!


                  Y fue como si la degollaran.

                  Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un
                  salto y gritó:


                  -¡Lo oigo; ya viene!

                  Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de
                  la  música,  a  pesar  de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el
                  mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies
                  y arrastrarlos, los imitó debidamente.


                  Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las
                  caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando
                  el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante
                  de ellos. Doce pares de manos palmeando,  como  una  sola;  doce  traseros  resonando
                  como uno solo. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La
                  música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se
                  sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un
                  trueno las palabras que anunciaban la próxima unión  y  la  consumación  final  de  la
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