Page 54 - Aldous Huxley
P. 54
54
perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el
aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues
Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones mellizos que
girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.
-Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... -Los altavoces
velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical-. Buenas noches, queridos
amigos...
Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las
deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el
muro aislante de los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos
jóvenes conservaron su feliz ignorancia de la noche.
Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un
muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metido en su frasco ideal,
cruzaron la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en
la planta número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo
de soma, Lenina no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales
reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis,
ejercicios malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones
casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
-Esto me recuerda -dijo al salir del cuarto de baño- que Fanny Crowne quiere saber
dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.
Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar
temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de
acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea,
ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato
ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta,
apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.
¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big
Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el
Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de
oro. Ford, Ford, Ford ... nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios
masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se
hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad
para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó
apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la
sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.
Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa
circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando