Page 53 - Aldous Huxley
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                  Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante
                  doce años.

                  Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de  Henry,  de  cuarenta
                  plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa
                  compañía, dieron cuenta de una cena excelente. Con  el  café  sirvieron  soma.  Lenina
                  tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle
                  en dirección al recién inaugurado Cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche
                  casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron
                  cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto, impedían
                  la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la
                  fachada de la nueva Abadía, las letras gigantescas  destellaban  acogedoramente.  El
                  mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.

                  Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza  de  olor  de  ámbar  gris  v
                  madera de sándalo. En el techo abovedado del  vestíbulo,  el  órgano  de  color  había
                  pintado  momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas
                  tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido
                  Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un fivestep sobre el suelo brillante, pulido.
                  Lenina y Henry se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como
                  gatos  melódicos  bajo  la  luna,  gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena
                  aconía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax,
                  cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director
                  daba suelta a la última nota estruendoso de música etérea y borraba de la existencia a los
                  dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego, seguía
                  una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un  diminuyendo  que se  deslizaba
                  poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante
                  susurrado  débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían
                  sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa
                  expectación.  Y,  al  fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer
                  explosivo, y, simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:

                  ¡Frasco mío, siempre te he deseado!


                  Frasco mío, ¿por qué fui decantado?

                  El cielo es azul dentro de ti,


                  y reina siempre el buen tiempo; porque

                  no hay en el mundo ningún Frasco


                  que a mi querido Frasco pueda compararse.

                  Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas, alrededor de la
                  pista  de  la  Abadía  de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el
                  mundo cálido abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán
                  amables,  guapos y divertidos eran todos!  ¡Frasco mío, siempre te he deseado!  Pero
                  Lenina  y  Henry  tenía  ya lo que deseaban... En aquel preciso momento, se hallaban
                  dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del  buen  tiempo  y  del  cielo
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