Page 48 - Aldous Huxley
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                  Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz
                  Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto
                  físico.  Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y
                  aquella sensación  de separación, que era, en relación con los standards normales, un
                  exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.

                  Lo  que  hacía  a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su
                  soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el
                  conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard
                  había producido en él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser  diferente,
                  Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad
                  mental  y  de  su  consiguiente  diferenciación  con respecto a la gente que le rodeaba.
                  Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable  (se  decía  que
                  había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel
                  admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había
                  comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades  comunales  se
                  hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término.  En  el  fondo  le
                  interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir
                  con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación,
                  a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.

                  Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz. Sintética le
                  cortaron el paso cuando salió del ascensor.

                  -Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.


                  Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.

                  -No, no.


                  -No invitamos a ningún otro hombre.

                  Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.


                  -No -repitió-. Tengo que hacer.

                  Y  siguió  avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo
                  subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.

                  -¡Esas  mujeres! -exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires-. ¡Esas
                  mujeres! -Movió la cabeza y frunció el ceño-. ¡Son terribles!


                  Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado
                  otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De
                  pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.

                  -Me  llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un tono que quería
                  aparecer indiferente.
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