Page 44 - Aldous Huxley
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ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En
su rostro aparecía una expresión dolorida.
-¡Estupenda chica! -dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito
Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el
mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese
podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores
de los cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para
Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
-¡Y neumática, además! ¡Y cómo! -Luego, en otro tono, prosiguió-: Pero diría que estás
un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. -Hurgando en el
bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito-. Un solo centímetro cúbico
cura diez pensam... Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.
Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y,
moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido
alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el
cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base
de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los
cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba
sentado en la cabina de piloto, esperando.
-Cuatro minutos de retraso -fue todo lo que dijo.
Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió
verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del
moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que
ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía
a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron
en un plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de
ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el
cielo un disco de reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo
azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto
escarlata, que caía zumbando.
-Ahí está el Cohete Rojo -dijo Henry- que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de
retraso -agregó-.