Page 43 - Aldous Huxley
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                  -¡Qué divertido eres! -dijo; y de veras  lo  encontraba  divertido-.  Espero  que  cuando
                  menos me avises con una semana de antelación -prosiguió en otro tono-. Supongo que
                  tomaremos  el  Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de
                  Hampstead?


                  Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

                  -¡Azotea! -gritó una voz estridente.

                  El  ascensorista  era  una  criatura  simiesca,  que lucía la túnica negra de un semienano
                  Epsilon-Menos.


                  -¡Azotea!

                  El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de ltL tarde le
                  sobresaltó y le obligó a parpadear.

                  -¡Oh,  azotea!  -repitió,  como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese
                  despertado de un sombrío y anonadante sopor-. ¡Azotea!


                  Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus
                  pasajeros.


                  Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave,
                  pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.


                  -Baja -dijo-. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba...

                  El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió
                  de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.


                  En  la  azotea  reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los
                  helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que
                  pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire
                  suave.

                  Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia
                  el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.

                  -¡Qué hermoso!


                  Su voz temblaba ligeramente.

                  -Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó Lenina--. Y ahora, tengo que
                  irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha  con
                  tiempo.

                  Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección  a  los
                  cobertizos.  Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las
                  atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave
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