Page 46 - Aldous Huxley
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                  los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más
                  culpable y más irremediablemente solo.

                  ¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala
                  intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían
                  bien se comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir.
                  Bernard recordaba aquellas semanas de tímida  indecisión,  durante  las  cuales  había
                  esperado,  deseado  o  desesperado  de tener jamás el valor suficiente para declarársele.
                  ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si
                  Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y,
                  sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había
                  juzgado  que  aquella  tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se
                  había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a
                  él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En
                  suma,  desdichado  porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha
                  inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.

                  Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-
                  Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía
                  a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran  mellizos,  igualmente  bajos,
                  morenos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y
                  hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard,
                  tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una  experiencia
                  sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla
                  de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un
                  accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del
                  promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo  que  el  patrón  Alfa,  y
                  proporcionalmente menos corpulento. El contacto con  los  miembros  de  las  castas
                  inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. Yo soy  yo,  y
                  desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada
                  vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara
                  de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta?
                  La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los  Gammas,  los  Deltas  y  los
                  Epsilones habían sido condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la
                  superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas
                  voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía
                  proposiciones,  y  las  bromas  de  sus  iguales entre los hombres. Las burlas le hacían
                  sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal,
                  cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo
                  cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser
                  desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente
                  consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.

                  ¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!


                  Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión
                  a la azotea.


                  -¡De prisa! -dijo Bernard, irritado.
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