Page 60 - Aldous Huxley
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                  -Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? -preguntó Lenina, un tanto asombrada.

                  Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard
                  propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.


                  -Solo contigo, Lenina.

                  -Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

                  Bernard se sonrojó y desvió la mirada. -Quiero decir solos para poder hablar -murmuró.


                  -¿Hablar? Pero ¿de qué?


                  ¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

                  Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para
                  presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

                  -Con una multitud -rezongó Bernard-. Como de costumbre.


                  Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de
                  Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los
                  descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo
                  de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

                  -Prefiero  ser  yo  mismo  -dijo  Bernard-.  Yo y desdichado, antes que cualquier otro y
                  jocundo.  -Un gramo a tiempo ahorra nueve -dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría
                  hipnopédica.

                  Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.


                  -Vamos, no pierdas los estribos -dijo Lenina-. Recuerda que un solo centímetro cúbico
                  cura diez sentimientos melancólicos.


                  -¡Calla, por Ford, de una vez! -gritó Bernard.

                  Lenina se encogió de hombros.


                  -Siempre es mejor un gramo que un taco -concluyó con dignidad.

                  Y se tomó el helado.


                  Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y
                  en peri-amanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo
                  había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.


                  -Mira -le ordenó Bernard.
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