Page 65 - Aldous Huxley
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                  -Vengo a pedirle su firma para un permiso, director -dijo con tanta naturalidad como le
                  fue posible...

                  Y dejó el papel encima de la mesa.


                  El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el
                  sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de
                  gruesos trazos de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no
                  podía negarse. Escribió sus iniciales -dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá
                  Mond- y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a  Bernard,  cuando
                  casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.


                  -¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? -dijo. Y el tono de su voz, así como la manera
                  con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.


                  Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.

                  El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.


                  -¿Cuánto  hará  de  ello-  dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard-. Veinte
                  años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos...

                  Suspiró y movió la cabeza.

                  Bernard  se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan
                  escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo
                  sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara
                  nada  intrínsecamente  cesurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era
                  uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se
                  había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo
                  desaprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo
                  que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A  pesar  de  la
                  incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.


                  -Tuve la misma idea que usted -decía el director-. Quise echar una ojeada a los salvajes.
                  Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con
                  la  muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece -cerró un
                  momento los ojos-, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática,
                  particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allá, vimos a los salvajes,
                  paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de  mi  permiso....  después....
                  bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo  a  una  de  aquellas  asquerosas
                  montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una
                  siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me
                  desperté  la  chica  no  estaba.  Y  en aquel momento estallaba una tormenta encima de
                  nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía  a  cántaros,  tronaba  y
                  relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y
                  me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a
                  la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía
                  haberse  marchado  sola  al  refugio.  Así,  pues, me arrastré como pude por el valle,
                  siguiendo el mismo camino. no por donde habíamos venido. La rodilla me dolía
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