Page 67 - Aldous Huxley
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                  Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida  con  el
                  director cobró visos de heroicidad.

                  -Después de lo cual -concluyó-, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y
                  salí del despacho. Y esto fue todo.

                  Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero
                  Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.

                  Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien
                  podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en
                  Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de
                  autocompasión  con  que  la  alternaba.  Y su deplorable costumbre de mostrarse muy
                  osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo... en
                  ausencia.  Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos
                  pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se
                  alejó.


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                  El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva
                  Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un
                  tornado en Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente
                  de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos  de
                  retraso con respecto a la hora prevista.


                  -Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal -reconoció Lenina.

                  Aquella  noche  durmieron  en  Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente
                  mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había
                  sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión,
                  masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes
                  y  ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de
                  música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el
                  ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y
                  que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.


                  -¡Es realmente estupendo! -exclamó Lenina-. Casi me entran ganas de quedarme aquí.
                  ¡Sesenta pistas móviles..!

                  -En la Reserva no habrá ni una sola -le advirtió Bernard-. Ni perfumes, ni televisión, ni
                  siquiera  agua  caliente.  Si  crees  que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo
                  vuelva.

                  Lenina se ofendió.

                  -Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque..., bueno, porque el
                  progreso es estupendo, ¿no es verdad?
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