Page 72 - Aldous Huxley
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                            CAPITULO VII






                  La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal
                  zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una
                  franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en
                  el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una
                  excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque,
                  cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como
                  pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de
                  edificios  bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían sobre el llano
                  sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente
                  en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.


                  -¡Qué  raro  es  todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su expresión condenatoria
                  favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.

                  Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente,
                  eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun
                  ésta tenía algo de hostil.

                  -Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.


                  Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.

                  De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera,  latiera,  con  el
                  movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en  Malpaís,  los  tambores  sonaban:
                  involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo  de  aquel  misterioso  corazón,  y
                  aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o
                  costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.


                  -Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo Lenina, levantando la mirada con enojo
                  ante el muro de roca-. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a
                  los pies de una colina!

                  Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que
                  sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la
                  roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y
                  el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a
                  plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.


                  -Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.

                  Pero  no  tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador
                  parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde
                  el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como
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