Page 73 - Aldous Huxley
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                  pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de
                  arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.

                  Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de
                  sus  hombros  sendos  mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma
                  formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de
                  plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban
                  alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo  en  silencio  con  sus  pies
                  descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno  de  ellos  empuñaba  un  cepillo  de
                  plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de
                  cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente  Lenina
                  comprendió que eran serpientes.

                  -No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.


                  Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los
                  dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura,  polvo,
                  perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un
                  pañuelo a la nariz.


                  -Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.

                  En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.

                  Bernard se encogió filosóficamente de hombros.


                  -Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-. Supongo que a estas alturas
                  ya estarán acostumbrados.

                  -Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.


                  -Sí, y civilización es esterilización -prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico,
                  la segunda lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente no ha oído hablar
                  jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que...


                  -¡Oh, mira! -exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.

                  Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa
                  vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro
                  era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de  obsidiana.  Su  boca
                  desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados
                  del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los
                  cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su
                  cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente,
                  deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.

                  -Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.


                  En sus ojos se leía el horror y el asombro.
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