Page 76 - Aldous Huxley
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                  una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de  un  hombre  desnudo  y
                  clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en  el
                  aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente
                  desnudo -excepto una breve toalla de algodón, blanca-, un muchacho de unos dieciocho
                  años  salió  de  la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el
                  pecho  y  la  cabeza  gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró.
                  Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que
                  se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda
                  cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en
                  la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando
                  como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el
                  látigo;  hubo  un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el
                  silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero
                  no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote
                  volvió  a  golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y
                  después un profundo gemido

                  de la muchedumbre. El muchacho seguía andando.  Dio  dos  vueltas,  tres,  cuatro.  La
                  sangre corría. Cinco vueltas, seis.

                  De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.


                  -¡Oh, basta, basta! -imploro.

                  Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló,
                  y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le
                  tocó  la  espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de
                  sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron
                  unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y
                  se  oyó  un  grito  unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante,
                  recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y  niños,  todos
                  corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el
                  muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres
                  ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en
                  ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la
                  plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las
                  escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

                  Lenina todavía sollozaba.


                  -¡Qué horrible! -repetía una y otra vez, ante los  vanos  consuelos  de  Bernard-.  ¡Qué
                  horrible! ¡Esa sangre!

                  -Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma !


                  En la habitación interior se oyeron unos pasos.

                  El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de
                  color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.
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