Page 77 - Aldous Huxley
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                  -Hola. Buenos días -dijo el desconocido, en un inglés  correcto,  pero  algo  peculiar-.
                  Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

                  -Pero, ¿quién demonios...? -empezó Bernard, asombrado.


                  El joven suspiró y meneó la cabeza.

                  -El  más  desdichado  de  los  caballeros -dijo. Y, señalando las manchas de sangre del
                  centro de la plaza, añadió-: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?

                  Y en su voz temblaba la emoción.


                  -Un gramo es mejor que un taco -dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de
                  su rostro-. ¡Ojalá tuviera un poco de soma ! -Yo debía estar allá -prosiguió el joven-.
                  ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince.
                  Palowhtiwa  sólo  dio  siete.  Hubiesen  podido sacarme el doble de sangre. Teñir de
                  púrpura los mares multitudinarios. -Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los
                  dejó caer con desesperación-. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del
                  color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.


                  Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

                  El asombro hizo olvidar a Lenina su privación  de soma.  Descubrió su rostro y, por
                  primera vez, miró al desconocido.

                  -¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?


                  Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

                  -Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a
                  Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí -y su voz,
                  súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando  los  hombros  y
                  levantando el mentón en actitud de orgullo y  de  reto-,  para  demostrarles  que  soy
                  hombre... ¡Oh!


                  Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida
                  había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de
                  piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa
                  novedad!) era de benévolo interés.

                  Lenina  le  sonreía:  ¡Qué  chico tan guapo! -pensaba-. Tiene un cuerpo realmente
                  hermoso.  La  sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a
                  levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado
                  que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro
                  extremo de la plaza.

                  Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.


                  ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos  en  la  cara  de  Bernard
                  (porque  deseaba  tan  apasionadamente  ver  la sonrisa de Lenina que no se atrevía a
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