Page 82 - Aldous Huxley
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                  Una tarde, después de jugar con otros niños -recordaba que hacía frío, y había nieve en
                  las montañas-, John volvió a casa y oyó voces iracundas en  el  dormitorio.  Eran  de
                  mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía  que  eran  palabras  horribles.
                  Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido,
                  como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no,
                  no, no!

                  John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba  acostada.
                  Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus
                  piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres
                  veces;  y  cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la
                  mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo
                  volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer
                  entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la
                  mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en
                  el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido
                  nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.


                  -Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? -le preguntó aquella noche.


                  John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente.
                  Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño
                  y nada podía hacer contra ella.

                  -¿Por qué querían hacerte daño, Linda?


                  -No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?

                  Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada
                  en la almohada.

                  -Dicen que estos hombres son sus hombres -prosiguió.


                  Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de
                  ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar,
                  más fuerte que nunca.

                  -ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!

                  John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.


                  Linda gritó:

                  -¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!


                  Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.

                  -¡Imbécil! -le gritó su madre.


                  Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.
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