Page 87 - Aldous Huxley
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Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló
hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
-Después otra serpiente, y otra, y otra.
Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte
inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello.
Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus
manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar
de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de
John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
-Pero el próximo será mejor -dijo.
Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le
proporcionaba un placer extraordinario.
-Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C -canturreaba, mientras trabajaba-. La grasa está
en el hígado, y el bacalao en el mar ...
Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.
-El próximo invierno -dijo el viejo Mitsima -te enseñaré a construir un arco.
John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se
celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la
mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya
preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el
puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las
hermanas, los primos y la gente mayor.
Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado se
detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose en la palma de su mano
una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento,
pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en
dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso,
y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y
acabó arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.
-Se acabó -dijo el viejo Mitsima en voz alta-. Están casados.
-Bueno -dijo Linda, cuando se volvieron-; yo sólo digo que no veo la necesidad de
armar tanto alboroto por una insignificancia como ésta. En los países civilizados,
cuando un muchacho desea a una chica, se limita a... Pero, ¿adónde vas, John?
John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.