Page 88 - Aldous Huxley
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                  Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. Se acabó, se
                  acabó ... En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza
                  alguna John había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis
                  años.


                  Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos,
                  se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de
                  ella convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al  mismo  tiempo
                  impacientes.

                  Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante
                  la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía
                  hacia  las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían
                  empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo
                  sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los
                  otros. Esta vez el hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.

                  -¡Tú no, albino!


                  -¡El hijo de perra, no! -gritó otro hombre. Los muchachos rieron.

                  -¡Fuera!


                  John todavía no se decidía a separarse del grupo.

                  -¡Fuera! -volvieron a gritar los hombres.


                  Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.

                  -¡Fuera, fuera, fuera!


                  Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la
                  Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho
                  había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.


                  Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las
                  rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna.
                  Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba  por  el
                  dolor, sino porque estaba solo, porque lo  habían  arrojado,  solo,  a  aquel  mundo
                  esquelético de rocas y luz de luna.


                  -Solo, siempre solo -decía el joven.

                  Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo...


                  -También yo estoy solo -dijo, cediendo a un impulso de confianza-. Terriblemente solo.

                  -¿Tú? -John parecía sorprendido-. Yo creía que en el Otro Lugar... Linda siempre dice
                  que allá nadie está solo.
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