Page 93 - Aldous Huxley
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                  Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.

                  El joven se hallaba ante la hospedería. -¡Bernard! -llamó-. ¡Bernard! No hubo respuesta.


                  Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la
                  escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.

                  ¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La
                  muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en
                  un peldaño y lloró.


                  Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio
                  fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en
                  su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al
                  suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e
                  inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones
                  con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo  a
                  punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a
                  la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana
                  de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una
                  delicia. ¡Zis!, y después izas!, izis!, v después izas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas
                  verdes  eran  lo  más  hermoso  que había visto en toda su vida. Desplegó un par de
                  pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó
                  un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja,
                  levantó  una  nube  de  polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las
                  limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró
                  los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su
                  rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su presencia real.

                  -¡Lenina! -susurró-. ¡Lenina!

                  Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la
                  maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con
                  los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba
                  seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se
                  acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto
                  descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la
                  empujó, y asomó la cabeza.

                  Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola
                  pieza,  yacía  Lenina,  profundamente  dormida  y tan hermosa entre sus rizos, tan
                  conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en
                  el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados,
                  que las lágrimas acudieron a los ojos de John.


                  Con  una infinidad de precauciones completamente innecesarias -por cuanto sólo un
                  disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma
                  antes de la hora fijada-, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la
                  cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.
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