Page 95 - Aldous Huxley
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                            CAPITULO X






                  Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de
                  Blomsbury  señalaban  las  dos y veintisiete minutos. La industriosa colmena, como el
                  director se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo
                  estaba atareado, todo se movía ordenadamente.  Bajo  los  microscopios,  agitando
                  furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza  dentro  de los
                  óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se  dividían,  o  bien,  bokanovskificados,
                  echaban  brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de
                  Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano,  y  allá,  en  la  penumbra
                  escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y ahítos de sucedáneo
                  de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta
                  convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban
                  imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de Decantación, los
                  niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.

                  Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once
                  pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente
                  etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de
                  secreción externa pasteurizada.


                  Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que
                  todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados
                  como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían,  escuchando  inconscientemente  las
                  lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y  de  vida
                  erótica.  Y  más  arriba  aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso,
                  novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con
                  ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes
                  juegos eróticos.

                  ¡Zummm ... ! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones
                  que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores
                  silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de  Decantación  se  contaban  chistes
                  estupendos por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en
                  la Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.


                  -Un escarmiento público -decía-. Y en esta sala, porque en ella hay más trabajadores de
                  casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a
                  las dos y media.


                  -Cumple su tarea admirablemente -dijo Henry, con hipócrita generosidad.

                  -Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña
                  las correspondientes responsabilidades morales. cuanto mayores son los talentos de un
                  hombre más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno
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