Page 99 - Aldous Huxley
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                            CAPITULO XI






                  Después  de  la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los
                  londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído
                  de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento -o, mejor dicho, ante el
                  ex-director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a
                  poner los pies en el Centro- y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para
                  ser cierto!) padre.

                  Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a
                  Linda. Decir que una era madre era algo peor que  un  chiste:  era  una  obscenidad.
                  Además,  Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y
                  condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente
                  extravagantes.  Finalmente  -y  ésta  era la razón más poderosa por la cual la gente no
                  deseaba ver a la pobre Linda-, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido
                  su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh,
                  Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas
                  distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte,
                  no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el retorno al
                  soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener
                  que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre
                  después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial
                  que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta.

                  El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y
                  si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de
                  la  víspera.  La  solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda
                  exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.


                  Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma que
                  quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.


                  -Lo cual acabará con ella en un mes o dos -confió el doctor a Bernard-. El día menos
                  pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece
                  mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.


                  Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del
                  soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.

                  -Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?

                  -En cierto sentido, sí -reconoció el doctor Shaw-. Pero, según como lo  mire,  se  la
                  alargamos.


                  El joven lo miró sin comprenderle.
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