Page 75 - Aldous Huxley
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escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy
oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la
estancia se abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble,
fuerte y cercano, de los tambores.
Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada
entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos
colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que
relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio
abierto situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y
arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas,
porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca
asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi
ahogado por el redoble incesante de los tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando
briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy
prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un
chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una
vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y
las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no
resultaba especialmente raro.
-Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior -dijo a Bernard.
Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de
pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos.
Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían
comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas,
siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores
habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la
fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada
vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las
mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia
una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de
ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los
demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las
serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y
más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después
la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus
serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente
ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal
y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió
del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les
arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio
absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese
tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo
inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de