Page 74 - Aldous Huxley
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                  -Nada; sencillamente, es viejo -contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no
                  sentía tal.

                  -¿Viejo? -repitió Lenina-. Pero... también el director es viejo; muchas  personas  son
                  viejas; pero no son así.

                  -Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos
                  sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que  conserven  la
                  juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de
                  lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de
                  manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte -agregó-
                  porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta
                  hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.

                  Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin,
                  sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas  los  ojos
                  aparecían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión
                  alguna, sin sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el
                  espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.


                  -Pero, -¡esto es terrible! -susurró Lenina-. ¡Horrible! No debimos haber venido.

                  Buscó su ración de  soma en  el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin
                  precedentes,  se  había  dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de
                  Bernard se hallaban vacíos.


                  Lenina  tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los
                  horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El espectáculo  de  dos
                  mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a
                  apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor
                  era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no  cesaba  de  formular
                  comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.


                  -¡Qué  relación  tan  maravillosamente íntima! -dijo, en un tono deliberadamente
                  ofensivo-.  ¡Qué  intensidad  de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es
                  posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre.
                  Y quizá tú te habrás perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada
                  aquí, con un hijo tuyo...

                  -¡Bernard! ¿Cómo puedes ... ?


                  El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo
                  de su indignación.

                  -Vámonos -imploró-. No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió,  e,
                  invitándoles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas.
                  Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con
                  bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo  al  pie  de  una  escalera  de  mano,
                  levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina
                  y Bernard hicieron lo que el hombre les había  ordenado  por  señas;  treparon  por  la
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