Page 142 - El camino de Wigan Pier
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defender a la clase que les explota.
Los socialistas tienen aquí mucho trabajo por hacer. Han de mostrar, sin
posibilidad de duda, dónde está exactamente la línea divisoria entre explotadores y
explotados. Otra vez se trata de cogerse a lo esencial: lo esencial aquí es que toda la
gente que percibe ingresos pequeños e inseguros están en el mismo barco y deberían
luchar del mismo lado. Probablemente iríamos mejor si se hablase un poco menos de
«capitalistas» y «proletarios» y un poco más de explotadores y explotados. Como
mínimo, debemos abandonar la costumbre de pretender que sólo son proletarios los
trabajadores manuales. Esta identificación es una fuente de confusiones. El oficinista,
el ingeniero, el viajante de comercio, el hombre de clase media «venido a menos», el
tendero de pueblo, el pequeño funcionario y otra gente de posición social dudosa han
de comprender que ellos son proletariado, y que el socialismo representaría grandes
ventajas para ellos, y no sólo para el picapedrero o para el peón industrial. No hay
que dejar que crean que la lucha es entre los que pronuncian las haches y los que no;
si creen esto, se pondrán del lado de las haches.
Estoy dando a entender que hay que exhortar a varias clases distintas a actuar
conjuntamente, aunque sin pedirles, de momento, que abandonen sus diferencias de
clase. Y esto suena peligroso. Se parece demasiado a los campamentos de verano del
duque de York y a esa deprimente charla sobre la colaboración entre las clases y el
arrimar todos el hombro, lo cual es o bien música celestial o bien fascismo, cuando
no las dos cosas a la vez. No puede haber colaboración entre clases cuyos intereses
reales son opuestos. Los capitalistas no pueden colaborar con los proletarios. El gato
no puede colaborar con el ratón, y si el gato propone la colaboración y el ratón es lo
bastante tonto como para aceptar, al cabo de muy poco habrá desaparecido en el
estómago del gato. Pero siempre es posible cooperar sobre la base de unos intereses
comunes. La gente que ha de unirse son todos aquellos que doblan el espinazo ante
un jefe y todos aquellos que tiemblan cuando piensan en el alquiler. Ello significa que
el pequeño propietario rural tiene que aliarse con el peón de fábrica, la mecanógrafa
con el minero, el maestro de escuela con el mecánico. Si puede hacérseles ver dónde
residen sus intereses, hay alguna esperanza de convencerles para que lo hagan. Pero
no lo harán si sus prejuicios sociales, que para algunos de ellos pesan tanto o más que
cualquier consideración económica, son innecesariamente irritados. Es cierto que
existe una verdadera diferencia de mentalidad y formas de vida entre un empleado de
banca y un obrero portuario, y que el sentimiento de superioridad del empleado de
banca está muy profundamente arraigado. En el futuro habrá de deshacerse de ese
sentimiento, pero ahora no es el momento de pedirle que lo haga. Sería, pues, muy
positivo que fuese provisionalmente abandonado ese antiburguesismo vacío y
mecánico que forma parte casi siempre de la propaganda socialista. En el
pensamiento y la literatura de izquierda —en todas sus manifestaciones, desde los
artículos de fondo del Daily Worker hasta las columnas cómicas del News Chronicle
— discurre una tradición antiburguesa, una persistente y a menudo muy estúpida
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