Page 141 - El camino de Wigan Pier
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una mentalidad proletaria, por lo menos en la primera generación. Aquí estoy yo, por
           ejemplo,  con  mi  educación  burguesa  y  mis  ingresos  proletarios.  ¿A  qué  clase
           pertenezco yo? Desde el punto de vista económico, pertenezco a la clase obrera, pero
           a mí resulta imposible verme como otra cosa que como miembro de la burguesía. Y,

           suponiendo que hubiera de tomar partido, ¿de qué lado estaría? ¿Del lado de la clase
           alta,  que  está  tratando  de  desplazarme  de  la  existencia,  o  de  la  clase  baja,  cuyas
           formas  de  vida  no  son  las  mías?  Es  probable  que,  en  una  opción  importante,  yo
           particularmente me colocara al lado de la clase obrera. Pero ¿qué harían las decenas o

           centenares de miles de personas que están aproximadamente en la misma posición? Y
           ¿qué harán los miembros de esa otra clase, cuyo número se eleva hoy a millones, los
           empleados de oficina y trabajadores de cuello blanco en general, cuyas tradiciones
           son menos claramente clase media pero a quienes ciertamente no agrada oírse llamar

           proletarios? Toda esta gente tiene los mismos intereses y los mismos enemigos que la
           clase  obrera.  Todos  ellos  están  siendo  robados  y  oprimidos  por  el  mismo  sistema.
           Pero  ¿hasta  qué  punto  se  dan  cuenta?  En  un  momento  de  crisis,  casi  todos  se
           alinearían junto a sus opresores, en contra de los que deberían ser sus aliados. No es

           difícil imaginar a una clase media llevada hasta los peores extremos de pobreza pero
           contraria  aún,  sentimentalmente,  a  la  clase  obrera.  Ésa  sería,  desde  luego,  la  base
           ideal para un partido fascista.
               Es evidente que el movimiento socialista debe atraerse a la clase media explotada

           antes de que sea demasiado tarde; y sobre todo debe atraerse a los trabajadores de
           oficinas, tan numerosos y, si encontrasen la forma de unirse, tan poderosos. Está claro
           que,  hasta  el  momento,  estas  dos  necesidades  no  han  sido  cubiertas.  La  última
           persona  del  mundo  de  quien  se  puedan  esperar  opiniones  revolucionarias  es  un

           oficinista o un viajante de comercio. ¿Por qué? En buena parte, creo yo, por el culto
           al «proletario» de que está impregnada la propaganda socialista. Como símbolos de la
           lucha de clases, se ha creado, por una parte, la imagen mítica del «proletario»: un

           hombre  musculoso  de  aspecto  airado  vestido  con  un  mono  sucio,  y,  por  otra,  la
           imagen del «capitalista»: un hombre gordo de expresión malvada con sombrero de
           copa y abrigo de piel. Tácitamente se da por sentado que entre esos dos tipos sociales
           no hay nada, cuando lo cierto es que, en un país como Inglaterra, se encuentra en
           posición  intermedia  la  cuarta  parte  de  la  población,  aproximadamente.  Si  se  va  a

           hablar de «dictadura del proletariado», constituye una precaución elemental empezar
           explicando  qué  es  el  proletariado.  Pero,  debido  a  la  tendencia  de  los  socialistas  a
           idealizar al trabajador manual, este punto nunca ha quedado suficientemente claro.

           ¿Cuántos de los miles y miles de infelices y atemorizados oficinistas y dependientes,
           que en algunos aspectos están en peor situación que un minero o un portuario, se
           consideran a sí mismos proletarios? Un proletario —según les han enseñado a creer
           —  es  un  hombre  que  no  lleva  camisa  blanca.  De  modo  que,  cuando  se  intenta
           moverles a la acción hablándoles de la «lucha de clases», no se consigue otra cosa

           que  asustarles:  se  olvidan  de  su  sueldo  y  se  acuerdan  de  su  acento,  y  corren  a



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