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RASSINIER : La mentira de Ulises



                       una nube de humo, de hierro y de tierra. Está casi cubierto de tierra y se pregunta qué milagro
                       hace que no sea pulverizado.
                            Entre dos estampidos, echa una mirada por encima del surco:
                       [36] unas formas grises atraviesan la vía, una tras otra, en saltos rápidos... Se esconden en el
                       terraplén: un disparo... ¡Un cuerpo a tierra, un disparo! ¡Un cuerpo a tierra, un disparo!...
                       ¡Aúpa!.... quince pasos hacia atrás... ¡ Aúpa!... ¡ Aúpa!..., se diría que se pasan la palabra y
                       saltan a la vez.
                            Retroceden sobre él, tratan de abandonar el descampado, de llegar a la espesura.
                       ¡Aúpa!... Quince pasos hacia atrás, un disparo...
                            -- ¡ Con tal que no venga uno de ellos a ocultarse a mi lado, o encima de mí!
                            Un disparo restalla a menos de quince pasos a su izquierda, otro a menos de cinco a su
                       derecha. El no ve a los adversarios para responderles:
                            -- ¿Sobre quién disparan, Dios mío?
                            El tiro de los cañones se alarga poco a poco, alcanza el bosque, lo atraviesa de un salto.
                       Los disparos se cruzan por encima de él, desde que allá abajo otras formas grises han escalado
                       la via férrea y avanzan hacia el bosque: ¡Aúpa!..., quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!,
                       quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!
                            -- ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!
                            Un fuego nutrido. El de los atacados pierde fuerza, la réplica que parte del bosque se
                       hace cada vez más débil, acaba por extinguirse completamente.
                            De repente, un inmenso clamor:
                            -- ¡ Hurra!... ¡ Hurra!... ¡ Hurra!
                            Los cañones mantienen el fuego, sus disparos son cada vez más sordos, se alejan cada
                       vez más, pero los fusiles y las ametralladoras han enmudecido.
                            -- ¡Hurra!... ¡Hurra!... ¡Hurra!
                            Una multitud de hombres, con metralletas en la mano, se ha levantado. Hace un
                       momento, los que huían eran algunas decenas, una centena como máximo: éstos son por lo
                       menos un millar. Como obedeciendo a una misma e imperiosa atracción, se dirigen, se
                       concentran todos en el mismo lugar .
                            -- ¡ ¡ ¡ Hurra...a...a...a!!!
                            Vienen de una y otra parte, andan, corren... El fin del drama les ha hecho exaltarse a
                       todos. Ninguno le ha visto: está contento, nunca se sabe lo que puede suceder en estos
                       momentos de excitación y de enervamiento. É1 pone cuidado en no señalar demasiado pronto
                       su presencia, espera a que pase la multitud.
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                            Finalmente, se atreve a moverse.
                            Se sienta. A ochocientos metros, unos hombres nerviosos, unos quince escasamente  --
                       los otros deben haberse internado en la espesura--van y vienen de un lado para otro, en estado
                       de alerta con las metralletas preparadas. Ante ellos, de espaldas al bosque están alineados otros
                       hombres, con las manos a la nuca, rígidos. Otros por último, con los brazos en alto y un fusil
                       en la mano, se presentan uno a uno, arrojan sus armas al suelo, estrechamente vigilados, se
                       quitan el equipo y van a colocarse en fila en la formación.
                            -- ¡ Dense prisa!
                            A uno de ellos, demasiado lento, se le recuerda su condición mediante una fuerte
                       patada. A otro con un culatazo. Un tercero que ha querido parlamentar, tergiversar, quizá
                       protestar: ¡Cra-a-ac! una metralleta se ha descargado a quemarropa en su pecho. Aún algunos
                       puñetazos, patadas y culatazos y el convoy está preparado.
                            -- ¡ En marcha hacia el campanario!
                            El grupo pasa a su altura, a unos cien metros. Los prisioneros en cinco filas, sin
                       ningún equipo, con las chaquetillas desabrochadas, los zapatos desatados, las manos tras la
                       espalda, avanzan molestos, silenciosos y dóciles. A cada lado, un cordón armado de siete a
                       ocho hombres les colma de sarcasmos y de advertencias. El juzga oportuno darse a conocer, se
                       endereza de un salto.
                            -- ¡ Eh!... ¡ Eh!
                            Y levanta el brazo en un ademán de llamada.
                            No ha tenido que esperar mucho: el grupo se ha detenido, cuatro hombres se han
                       destacado de él a paso de carrera, y antes de que haya tenido tiempo de darse cuenta de lo que




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