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RASSINIER : La mentira de Ulises



                       vagones, muertos, moribundos.
                            -- ¡ Morir aquí!... ¡ Venir a morir aquí!
                            En la cola del tren, los víveres: sacos de guisantes, de harina, latas de conserva,
                       paquetes de todos los sucedáneos imaginables, alcohol, cerveza, licores, ropa, zapatos,
                       accesorios, etc... Tomó una mochila de soldado y un par de zapatos italianos con lengüeta de
                       tela y suelas lisas, que le iban maravillosamente a su pie, después partió, apresurándose a
                       abandonar toda esta miseria.
                            Quiso sin embargo ver todavía el campo del «Arbeitsdienst» a dos pasos, donde le
                       había dicho el comandante que se transportaba a los vivos: un gran terreno rodeado de
                       barracones de madera, algunos esqueletos que iban y venían, apretando las manos sobre sus
                       intestinos retorcidos, unos cadáveres acá y allá... Eran quinientos o seiscientos. Algunos
                       enfermeros benévolos se ocupaban de ellos, corrían de uno a otro, esforzándose en vano en
                       hacerles comprender que debían permanecer prudentemente extendidos sobre los jergones en el
                       interior de los barracones. Escasos eran los que habían guardado en sus ojos la voluntad y en
                       el corazón el ansia de vivir. Los que todavía se hubieran podido salvar empezaban a morir de
                       diarrea disentérica por haberse arrojado demasiado vorazmente, desdeñando los consejos, sobre
                       los víveres que se les distribuía con profusión: comían, sentían una gran necesidad de aire,
                       querían salir e iban a morir en el patio... No, no, éste no era un lugar para él. Por lo pronto se
                       estaba demasiado cerca de las líneas, aún se oían fuertemente los cañonazos. Se marcharía. A
                       pie hasta el fin, si era preciso: evocó el regreso de Ulises.
                            Se encaminó hacia la villa en la que había dormido la víspera y en donde le esperaba
                       una nueva desazón. En el intervalo encontró a un soldado norteamericano, que, en la puerta de
                       un granero, divertido, quiso afeitarle.
                            A decir verdad, no era una villa sine una pequeña casa de ingeniero o de jubilado,
                       como tantas que había en Francia, con un jardín y una verja alrededor. La víspera, él la había
                       encontrado desierta, con todas las puertas abiertas. En la cocina ni siquiera se había levantado
                       la mesa: queso blanco en un plato, confitura --¡ la mermelada de los alemanes!--en otro. En el
                       comedor, las puertas del armario estaban entreabiertas, la ropa blanca y diversos objetos
                       estaban apilados sobre el diván, sobre la mesa, sobre las sillas, todo revuelto, un baúl cuya
                       tapa estaba abierta a la
                       [44] espera. El dormitorio se encontraba en perfecto orden. En él había respirado la reciente
                       angustia de gante acomodada que había tenido esperanza hasta el fin y esperó hasta el último
                       minuto para marcharse.
                            «No están lejos – pensó -, van a volver de un momento a otro.»
                            Había dormido en la cama grande del dormitorio, en ella había matado el tiempo por la
                       mañana fumando un cigarrillo; se había desperezado en el calor de las sábanas, bajo un amplio
                       haz de rayos de sol que rebotaban sobre los muebles barnizados. Al abandonar esta vivienda
                       para volver a casa del comandante, hacia las diez de la mañana, pensó en lo que le sucedió en
                       1940, cuando replegándose de la Alsacia quiso pasar por última vez por su casa. Se volvió a
                       ver con un lápiz para escribir un letrero que hubiese fijado en la puerta si no le hubiese
                       retenido en el último una especie de arrogancia que siempre había creído inoportuna: «Usen de
                       todo, no roben nada, no rompan nada. No se venguen en las casas de lo que tengan que
                       reprocher a los individuos... No hagan pagar a los individuos lo que crean que es un error de
                       la colectividad». Y sólo había tomado en el armario la ropa blanca indispensable: una camisa,
                       unos calzoncillos, un pañuelo, bajo el aparador de la cocina el par de sandalias imitación de
                       cuero que tanto habían hecho reír al comandante... También había vencido una tentación muy
                       fuerte cuando al pasar ante el garaje en el jardín, en el último momento antes de salir, había
                       levantado el cierre ante un magnífico Opel.
                            Ahora todo había desaparecido, el magnífico Opel estaba lejos, los muebles
                       despanzurrados, la lencería había volado, la vajilla estaba rota.
                            «Y yo que tuve tantos escrúpulos – pensó -. ¡La guerra, ah, la guerra!» En la mesilla de
                       noche, un despertador que vio la noche anterior, había quedado intacto por milagro. Marcaba
                       las 18,30.
                            Se tumbó vestido sobre la cama y se durmió.


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