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RASSINIER : La mentira de Ulises







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                                                     CAPÍTULO PRIMERO








                                    LA LITERATURA SOBRE LOS CAMPOS DE
                                                 CONCENTRACIÓN




                            En política, los campos de concentración alemanes pertenecen al pasado. En literatura
                       están «gastados», carecen de interés. Cediendo como a una orden oculta y quemando
                       alegremente las etapas, la opinión pública se ocupa ahora de los campos rusos.
                            Perfectamente consciente de esta situación de hecho, he publicado sin embargo hace
                       poco un testimonio rigurosamente limitado a mi experiencia personal sobre el régimen de los
                       campos de concentración hitlerianos. Por supuesto, llegaba con algún retraso y es esto sobre
                       todo lo que se ha señalado. Hoy, reincido bajo otra forma: no faltará quien diga que me
                       obstino inconsideradamente y contra la corriente. En consecuencia, conviene que ante todo
                       pida perdón por ello.
                            En el campo, todas las conversaciones que nos permitían nuestros escasos instantes de
                       reposo, estaban centradas sobre tres temas: la fecha probable del cese de las hostilidades y
                       nuestra suerte individual o colectiva de sobrevivirla, las recetas de cocina para los días
                       siguientes y lo que se podría denominar como «chismes» del campo, si la palabra tuviese
                       alguna relación con la trágica realidad que designa. Ninguno de los tres nos ofrecía grandes
                       posibilidades de evadirnos de la situación del momento. Los tres, por el contrario,
                       separadamente o en conjunto, según el tiempo de que dispusiésemos para da la vuelta a
                       nuestro universo restringido, nos volvían a él a la mener tentativa a través del «Cuando se
                       cuente esto...», pronunciado con un tono y puntuado en las miradas por un fulgor tal que yo
                       estaba asustado. Reconociendo
                       [130] en cierto modo mi impotencia para elevar estas rápidas tomas de consciencia por encima
                       del ambiente, yo me replegaba entonces en mí mismo y me transformaba en un testigo
                       obstinadamente silencioso.
                            Por instinto, me sentía trasladado a los días posteriores de la otra guerra, con los
                       antiguos combatientes, a sus relatos y a toda su literatura. Sin duda alguna esta postguerra
                       tendría, además de este, ex prisioneros y deportados que se reintegrarían a sus hogares con
                       recuerdos más horribles aún. Me parecía libre el camino para el anatema y el espíritu de
                       venganza. En la medida en que me era posible abstraer mi suerte personal del gran dramae que
                       se representaba, todos los montescos, capuletos, armagnacs y borgoñones de la Historia,
                       tomando de nuevo sus disputas desde el comienzo, se ponían a bailar ante mis ojos una
                       zarabanda desenfrenada, sobre un escenario ampliado a la escala de Europa. Yo no lograba
                       hacerme a la idea de que la tradición de odio en vías de nacer pudiera ser contenida cualquiera
                       que fuese el resultado del conflicto.
                            Si trataba de medir las consecuencias de ello, me bastaba con pensar que tenía un hijo,
                       para llegar no solamente a preguntarme si no sería major que nadie regresase sino también a



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