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RASSINIER : La mentira de Ulises



                       los campos de concentración, harían progresos si tomasen su punto de partida en una
                       reconsideración general de los acontecimientos de los que fueron teatro los campos alemanes,
                       a través de la masa de testimonios que ellos han suscitado. Al pasar esta idea a convicción,
                       me obligaba a reunir y publicar los primeras elementos de esta reconsideración. Así se explica
                       y se justifica esta «Ojeada sobre la literatura de los campos de concentración».
                            El lector comprenderá ahora que si después de haber tardado tanto en hablar, intento
                       todavía rejuvenecer un tema que me parece prematuramente envejecido, cuando todo el mundo
                       está callado y parece que nadie tiene nada más que decir, puedo creerme con el derecho a
                       pedirle el beneficio de las circunstancias atenuantes y ésta será mi primera tarea.


                                                             * * *


                            La experiencia de los ex combatientes, tan fresca todavía aunque haya sido gratuita,
                       ofrece sin embargo la posibilidad de un paralelo que yo creo significativo.
                            Ellos volvieron con un gran deseo de paz, jurando que pondrían todo en obra para que
                       ésa fuese «la última de las últimas». Se les testimonió por ello un agradecimiento que no iba
                       sin una
                       [133] cierta admiración. En la alegría y en la esperanza, en el entusiasmo, toda una nación les
                       dispensó una acogida afectuosa y confiada.
                            Sin embargo, en vísperas de esta guerra fueron muy discutidos. Sus testimonios eran
                       comentados abundantemente en sentidos diversos, y lo menos que se podría decir es que
                       aunque la opinión no les era indulgente, se apercibió o se preocupó de ellos. Incluso
                       frecuentemente fue injusta. Si bien establecía una separación entre sus discursos y sus relatos,
                       no dejaba menos por ello de pronunciar sobre ambos, juicios definitivos que se unían en su
                       ligereza. Se reía irónicamente de los primeras, por considerar que se trataba del inevitable
                       viejo chocho – ésta era la palabra que ella empleaba – cuyos recuerdos enfrascaban todas las
                       conversaciones, o bien de los líderes de las asociaciones departamentales y nacionales, cuya
                       misión parecía estar limitada a la reivindicación dominical. Respecto a los segundos, era
                       asimismo totalmente categórica, y sólo reconoció un testimonio: Le Feu, de Barbusse.
                            Cuando en sus raros momentos de benevolencia llegó a hacer alguna excepción, ésta
                       fue para Galtier-Boissière y para Dorgelès, pero por otro título: en razón a su pacifismo burlón
                       e impenitente para uno, y a lo que ella interpretó por realismo en el otro.
                            ¿Quién podría decir las razones exactas de este cambio?
                            A mi juicio, todas ellas pueden ser inscritas en el marco de esta verdad general: Los
                       hombres están mucho más preocupados por el porvenir que les aguarda que por el pasado del
                       que no tienen nada por esperar. Además, es imposible congelar la vida de los pueblos con un
                       acontecimiento, por extraordinario que sea, con mayor razón por una guerra, fenómeno que
                       tiende a valgarizarse y que se pasa muy rápidamente de moda, al menos en los caracteres que
                       le son peculiares.
                            Poco antes de 1914, mi abuelo que todavía no había digerido la guerra de 1870, se la
                       contaba a lo largo del domingo a mi padre, que bostezaba de aburrimiento. En vísperas de
                       1939, mi padre todavía no había acabado de contar la suya y, para no quedar en deuda, cada
                       vez que entraba en ella yo no podía remediarlo y pensaba que Du Guesclin, surgiendo entre
                       nosotros arrogante por las hazañas obtenidas con su ballesta, no hubiese estado más ridículo.
                            De esta manera se oponen las generaciones en sus pensarnientos. También se oponen en
                       sus intereses. Esto me lleva a decir,

                       [134] para mayor detalle, que las generaciones que crecieron entre las dos guerras tuvieron la
                       impresión de que no les era posible intentar el menor esfuerzo de arranque hacia la realización
                       de su destino sin estar en oposición al antiguo combatiente, a sus derechos preferentes. Se le
                       habían reconocido «derechos sobre nosotros». El los aprovechó para reclamar otros
                       continuamente. Pues bien, son derechos que incluso el hecho de haber sufrido una larga guerra
                       y haberla ganado no confiere, especialmente el de ser declarado apto para construir una paz, o
                       el más modesto del mérito preferente, bien se trate de un estanco, de un empleo de guarda o
                       de unas oposiciones.
                            El divorcio tuvo lugar, sin esperanza de un cambio, en los años 30, con la crisis




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