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RASSINIER : La mentira de Ulises



                       esperar que las supremas autoridades del III Reich tomarían conciencia bastante pronto de que
                       no podrían obtener perdón más que ofreciendo, en un inmenso y horrible holocausto para la
                       redención de tanto mal, lo que quedaba de la población de los campos. En esta disposición de
                       ánimo, decidí predicar con el ejemplo si regresaba y juré no hacer nunca la mener alusión a mi
                       aventura.
                            Durante un tiempo que me pareció muy largo, incluso cuando era demasiado tarde,
                       mantuve mi palabra. Esto no resultó fácil.
                            Por lo pronto tuve que luchar conmigo mismo. A propósito de este, nunca olvidaré
                       una manifestación que los deportados organizaron en Belfort en los primeras días para indicar
                       su regreso. Toda la ciudad se había molestado en ir a escuchar y recoger su mensaje. La
                       inmensa sala de la Casa del Pueblo estaba llena hasta reventar. Delante, la explanada era una
                       negra mancha de gente. Se había tenido que instalar altavoces hasta en la calle. Al no
                       permitirme mi estado de salud asistir a esta manifestación, ni como orador ni como oyente,
                       mi pena era grande. Pero fue mayor todavía cuando al día siguiente los periódicos locales me
                       aportaron la prueba de que con todo lo que se había dicho era absolutamente

                       [131] imposible construir un mensaje valedero. Mis aprensiones del campo estaban
                       justificadas. Por otra parte, la masa no fue cándida: nunca más se la pudo reunir en lo
                       sucesivo con el mismo objeto.
                            También fue preciso luchar contra los otros. Dondequiera que fuese, siempre encontraba
                       a los postres o ante la taza de té una cotorra distinguida en busca de raras emociones o un
                       amigo benévolo que creía hacerme un favor atrayendo la atención sobre mí para llevar la
                       conversación al tema: «¿Es verdad que...?» «¿Cree usted que...?» «¿Qué piensa usted del libro
                       de...?» Todas estes preguntas, cuando no estaban inspiradas por una curiosidad malsana,
                       traicionaban visiblemente la duda y la necesidad de confrontación. Ellas me consumían la
                       paciencia. Sistemáticamente, acortaba, lo que no dejaba de provocar a veces juicios severos.
                            Yo me daba cuenta de ello y, si llegaba a suceder que sintiese algún remordimiento,
                       hacía responsables de ello a mis compañeros de infortunio, salvados como yo, que no
                       terminaban de divulgar relatos frecuentemente fantasiosos en los cuales se atribuían de buena
                       gana la conducta de los santos, de los héroes o de los mártires. Sus escritos se amontonaban
                       sobre mi mesa al igual que muchas solicitudes. Convencido de que se aproximaban los
                       tiempos en que me vería obligado a salir de mi reserva y a hacer perder a mis recuerdos su
                       carácter de santuario prohibido al público me sorprendí, más de una vez, al pensar que la frase
                       atribuida a Riera ( ) y según la cual, después de cada guerra, habría que matar despiadadamente
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                       a todos los ex combatientes, merecía mejor suerte que la de una simple salida de tono.
                            Un día, me di cuenta de que la opinión pública se había forjado una falsa idea de los
                       campos alemanes, que el problema de los campos de concentración seguía en pie pese a todo
                       lo que se había dicho, y que los deportados, aunque no gozaban ya de ningún crédito, no
                       habían dejado de contribuir en gran manera a cambiar hacia vías peligrosas las agujas de la
                       política internacional. El asunto se salía del marco de los salones. De repente tuve el
                       sentimiento de que, con obstinarme, me haría cómplice de una mala acción. Y de un tirón, sin
                       ninguna preocupación de orden literario, en una forma lo más simple posible, escribí mi
                       Passage de la ligne, para volver a poner las cosas en su punto e intentar
                       [132] llevar a la gente a la vez al sentido de la objetividad, y a una noción más aceptable de la
                       probidad intelectual.
                            Hoy, los mismos hombres que presentaron al público los campos de concentración
                       alemanes, le presentan los campos rusos y le tienden las mismas trampas. De esta empresa ha
                       nacido ya, entre David Rousset por una parte, Jean-Paul Sartre y Merleau-Ponty por la otra,
                       una controversia en la cual todo tiene que ser falso pues descansa esencialmente sobre la
                       comparación entre los testimonios quizás inatacables – yo digo: quizás – de los que han
                       salido a salvo de los campos rusos y aquellos que no lo son, con toda seguridad, de los que
                       han sobrevivido a los campos alemanes... Sin duda, no hay ninguna probabilidad de volver a
                       colocar esta controversia en las vías que debiera haber seguido. Ya todo está hecho: los
                       antagonistas obedecen a unos imperativos mucho más categóricos que la propia naturaleza de
                       las cosas sobre las cuales disputan.
                            Sin embargo, podría pensarse que las discusiones del futuro en torno al problema de



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                         Humorista francés contemporáneo. (N. del T.)

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