Page 167 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Y ella es por suerte demasiado pobre para ser objeto de la rapiña de nadie. Su
      coquetería  tendrá  menos  importancia  en  Brighton  que  aquí,  pues  los  oficiales
      encontrarán  allí  mujeres  más  atractivas.  De  modo  que  le  servirá  para
      comprender su propia insignificancia. De todas formas, ya no puede empeorar
      mucho,  y  si  lo  hace,  tendríamos  entonces  suficientes  motivos  para  encerrarla
      bajo llave el resto de su vida.
        Elizabeth  tuvo  que  contentarse  con  esta  respuesta;  pero  su  opinión  seguía
      siendo  la  misma,  y  se  separó  de  su  padre  pesarosa  y  decepcionada.  Pero  su
      carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos. Creía que había
      cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse pensando en males
      inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.
        Si Lydia o su madre hubiesen sabido lo que Elizabeth había estado hablando
      con su padre, su indignación no habría tenido límites. Una visita a Brighton era
      para Lydia el dechado de la felicidad terrenal. Con su enorme fantasía veía las
      calles de aquella alegre ciudad costera plagada de oficiales; se veía a sí misma
      atrayendo  las  miradas  de  docenas  y  docenas  de  ellos  que  aún  no  conocía.  Se
      imaginaba  en  mitad  del  campamento,  con  sus  tiendas  tendidas  en  la  hermosa
      uniformidad  de  sus  líneas,  llenas  de  jóvenes  alegres  y  deslumbrantes  con  sus
      trajes de color carmesí; y para completar el cuadro se imaginaba a sí misma
      sentada junto a una de aquellas tiendas y coqueteando tiernamente con no menos
      de seis oficiales a la vez.
        Si hubiese sabido que su hermana pretendía arrebatarle todos aquellos sueños,
      todas aquellas realidades, ¿qué habría pasado? Sólo su madre habría sido capaz de
      comprenderlo, pues casi sentía lo mismo que ella. El viaje de Lydia a Brighton
      era  lo  único  que  la  consolaba  de  su  melancólica  convicción  de  que  jamás
      lograría llevar allí a su marido.
        Pero ni la una ni la otra sospechaban lo ocurrido, y su entusiasmo continuó
      hasta el mismo día en que Lydia salió de casa.
        Elizabeth  iba  a  ver  ahora  a  Wickham  por  última  vez.  Había  estado  con
      frecuencia  en  su  compañía  desde  que  regresó  de  Hunsford,  y  su  agitación  se
      había calmado mucho; su antiguo interés por él había desaparecido por completo.
      Había aprendido a descubrir en aquella amabilidad que al principio le atraía una
      cierta afectación que ahora le repugnaba. Por otra parte, la actitud de Wickham
      para  con  ella  acababa  de  disgustarla,  pues  el  joven  manifestaba  deseos  de
      renovar su galanteo, y después de todo lo ocurrido Elizabeth no podía menos que
      sublevarse.  Refrenó  con  firmeza  sus  vanas  y  frívolas  atenciones,  sin  dejar  de
      sentir la ofensa que implicaba la creencia de Wickham de que por más tiempo
      que  la  hubiese  tenido  abandonada  y  cualquiera  que  fuese  la  causa  de  su
      abandono, la halagaría y conquistaría de nuevo sólo con volver a solicitarla.
        El último día de la estancia del regimiento en Meryton, Wickham cenó en
      Longbourn con  otros  oficiales.  Elizabeth estaba  tan  poco  dispuesta  a soportarle
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