Page 97 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Incluso Elizabeth comenzó a temer, no que Bingley hubiese olvidado a Jane,
      sino que sus hermanas pudiesen conseguir apartarlo de ella. A pesar de no querer
      admitir  una  idea  tan  desastrosa  para  la  felicidad  de  Jane  y  tan  indigna  de  la
      firmeza  de  su  enamorado,  Elizabeth  no  podía  evitar  que  con  frecuencia  se  le
      pasase  por  la  mente.  Temía  que  el  esfuerzo  conjunto  de  sus  desalmadas
      hermanas y de su influyente amigo, unido a los atractivos de la señorita Darcy y
      a los placeres de Londres, podían suponer demasiadas cosas a la vez en contra
      del cariño de Bingley.
        En cuanto a Jane, la ansiedad que esta duda le causaba era, como es natural,
      más penosa que la de Elizabeth; pero sintiese lo que sintiese, quería disimularlo, y
      por esto entre ella y su hermana nunca se aludía a aquel asunto. A su madre, sin
      embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una hora sin que hablase de
      Bingley,  expresando  su  impaciencia  por  su  llegada  o  pretendiendo  que  Jane
      confesase que, si no volvía, la habrían tratado de la manera más indecorosa. Se
      necesitaba  toda  la  suavidad  de  Jane  para  aguantar  estos  ataques  con  tolerable
      tranquilidad.
        Collins volvió puntualmente del lunes en quince días; el recibimiento que se le
      hizo en Longbourn no fue tan cordial como el de la primera vez. Pero el hombre
      era  demasiado  feliz  para  que  nada  le  hiciese  mella,  y  por  suerte  para  todos,
      estaba  tan  ocupado  en  su  cortejo  que  se  veían  libres  de  su  compañía  mucho
      tiempo. La mayor parte del día se lo pasaba en casa de los Lucas, y a veces
      volvía a Longbourn sólo con el tiempo justo de excusar su ausencia antes de que
      la familia se acostase.
        La señora Bennet se encontraba realmente en un estado lamentable. La sola
      mención de algo concerniente a la boda le producía un ataque de mal humor, y
      dondequiera  que  fuese  podía  tener  por  seguro  que  oiría  hablar  de  dicho
      acontecimiento. El ver a la señorita Lucas la descomponía. La miraba con horror
      y celos al imaginarla su sucesora en aquella casa. Siempre que Charlotte venía a
      verlos, la señora Bennet llegaba a la conclusión de que estaba anticipando la hora
      de la toma de posesión, y todas las veces que le comentaba algo en voz baja a
      Collins,  estaba  convencida  de  que  hablaban  de  la  herencia  de  Longbourn  y
      planeaban echarla a ella y a sus hijas en cuanto el señor Bennet pasase a mejor
      vida. Se quejaba de ello amargamente a su marido.
        —La verdad, señor Bennet —le decía—, es muy duro pensar que Charlotte
      Lucas será un día la dueña de esta casa, y que yo me veré obligada a cederle el
      sitio y a vivir viéndola en mi lugar.
        —Querida,  no  pienses  en  cosas  tristes.  Tengamos  esperanzas  en  cosas
      mejores. Animémonos con la idea de que puedo sobrevivirte.
        No era muy consolador, que digamos, para la señora Bennet; sin embargo, en
      vez de contestar, continuó:
        —No  puedo  soportar  el  pensar  que  lleguen  a  ser  dueños  de  toda  esta
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