Page 14 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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biblioteca de su padre, dentro de la cual se escondía para poder leer sin sufrir ninguna
           reprimenda. En su novela Mathilda        [13]  aludía de manera explícita a esos días felices,
           ensombrecidos por la angustiosa falta de amor paterno, por la ausencia física de una

           madre, por su voluntario destierro hacia mundos de fantasía: «La ausencia de cariño
           me preparó durante mi temprana infancia para la sensibilidad más extrema. No puedo
           decir  con  qué  pasión  amaba  cada  cosa,  incluso  los  objetos  inanimados  que  me
           rodeaban. Me parece que sentía predilección por cada uno de los árboles de nuestro

           jardín, y que cada animalito me reconocía con afecto. La muerte de cualquiera de
           ellos llenaba mi corazón infantil de una inexpresable angustia. No podría contar el
           número de pajaritos que salve durante los largos y fríos inviernos… Y cuando crecí
           los  viejos  libros  de  la  biblioteca  suplieron  en  parte  el  intercambio  humano

           Shakespeare, Milton, Pope y Cowper (…), y entre los autores de prosa mis favoritos
           eran una traducción de Tito Livio y una historia antigua de Rollin. No obstante, a
           medida que iba saliendo de la infancia, empecé a encontrar interesantes otros que,
           antes, había descuidado por considerarlos aburridos (…) Fui un ser solitario, y desde

           mi niñez fui una soñadora. Unas veces me perdía en las quimeras de los demás, otras
           veces establecía relaciones de amistad e intimidad con las creaciones etéreas de mi
           propio cerebro (…) Pero permanecía ligada al recuerdo de mis padres: a mi madre no
           la vería nunca: estaba muerta; pero la imagen de mi desafortunado padre errante era

           el ídolo de mi imaginación. Había canalizado todos mis afectos hacia él. Descubrí
           una miniatura suya que contemplaba sin cesar. Había copiado su última carta para
           leerla una y otra vez. Mi imaginación se fijaba en la escena de reconocimiento que
           tendría  lugar  gracias  a  la  miniatura  que  llevaba  siempre  expuesta  en  el  pecho.

           Algunas veces, ocurría en un desierto, o en una ciudad populosa, en un baile (…)
           ¡Cuántos momentos de éxtasis habré tenido con estos sueños!».





               El loco Shelley


           Pero en la lánguida adolescencia de la futura autora de Frankenstein, o el moderno
           Prometeo,  marcada  por  sus  carencias  y  sus  miedos,  surgió,  como  una  tabla  de
           salvación en medio de la más furiosa tempestad, el hombre de su vida, su amante, su
           compañero, su héroe, su tormento: Percy Bysshe Shelley. Jamás olvidaría su primer

           encuentro  con  él,  a  principios  de  junio  de  1814,  a  punto  de  cumplir  los  diecisiete
           años, cuando Shelley empezó a frecuentar las tertulias de William Godwin en la casa
           de Skinner Street. Mary entró en la biblioteca de su padre silenciosamente, para no
           distraer  a  los  contertulios,  ataviada  con  un  vestido  de  muselina  blanco  —su  color

           favorito—,  quedando  fascinada  por  el  poeta.  «Su  conversación  destacaba  por  su
           alegre caudal y por el hermoso lenguaje con que vestía sus ideas poéticas y nociones
           filosóficas»,  apuntó  Mary  en  su  diario.  Y  Shelley  el  loco,  tal  como  lo  llamaban
           compañeros  de  universidad  en  Oxford  a  causa  de  sus  peligrosos  experimentos




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