Page 370 - Auge y caída del antiguo Egipto
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empezó a escribirlo dentro de un cartucho real. Todo estaba dispuesto para el
               auge de los ramésidas.

                  Por  más  que  Horemheb  hubiera  podido  favorecer  a  la  nueva  dinastía,  su

               primer miembro no albergó ninguna duda de que el verdadero fundador era él,
               no su patrocinador. Para señalar aquel comienzo, Ramesu —más conocido como

               Ramsés  I  (1292-1290)—  eligió  deliberadamente  un  nombre  de  trono  que  se

               hiciera eco del de Ahmose, fundador de la XVIII Dinastía. Mientras que Ahmose

               había  sido  Nebpehtyra,  «Ra  es  señor  de  la  fuerza»,  Ramsés  se  denominó
               Menpehtyra, «la fuerza de Ra es duradera». Pero la fuerza de Ramsés no iba a

               durar mucho. Dado que en el momento de su subida al trono era ya un anciano,

               confió una gran parte de las tareas cotidianas de gobierno a su hijo, Seti. Fue una
               sabia decisión: Ramsés murió a los dieciocho meses de ocupar el trono. El nuevo

               rey, Seti (1290-1279), era un hombre vigoroso y enérgico, alto y atlético, y de

               semblante  distinguido,  con  los  pómulos  firmes  y  la  nariz  aquilina,  que  se

               convertiría  en  uno  de  los  rasgos  característicos  de  los  varones  ramésidas.  El
               código  legislativo  de  Horemheb  había  reforzado  con  éxito  la  autoridad  real  y

               había erradicado la corrupción, de modo que Seti podía dedicarse a restablecer la

               fortuna de Egipto, tanto dentro de su territorio como en el exterior.
                  La prosperidad y la seguridad se han demostrado siempre por medio de los

               proyectos de construcción pública, y durante la siguiente década resonaría por

               todo  el  país  el  sonido  de  los  cinceles  de  los  canteros  y  de  las  voces  de  los
               constructores,  puesto  que  Seti  encargó  una  asombrosa  serie  de  nuevos

               monumentos en emplazamientos importantes de todo Egipto. Los arquitectos y

               artistas  del  Estado  no  habían  estado  tan  ocupados  desde  los  tiempos  de
               Amenhotep  III.  El  proyecto  más  grandioso  de  Seti  fue  un  fabuloso  y  nuevo

               templo  en  Abedyu,  antigua  cuna  de  la  realeza  y  centro  del  culto  a  Osiris.  El

               templo fue diseñado a partir de unos nuevos y atrevidos planos, y no fue menos

               radical en su consagración. Detrás de una sala hipóstila a la que se accedía por
               dos  grandes  atrios,  se  construyó  no  un  santuario,  sino  siete.  Cada  una  de  las

               principales deidades egipcias tenía un lugar en este panteón nacional: la sagrada
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