Page 121 - El Retorno del Rey
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voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir los ojos ni
a levantar la cabeza.
De improviso, en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó
oír la voz de Dernhelm; pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien
que conocía.
—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los
muertos!
Una voz glacial le respondió:
—¡No te interpongas entre el Nazgûl y su presa! No es tu vida lo que
arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo
muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te
devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo sin
Párpado.
Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.
—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.
—¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede
impedirme nada!
Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le
pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.
—¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer.
Soy Eowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y
pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro
oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.
La criatura alada respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó
en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se
atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se
desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una
profunda oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al
Señor de los Nazgûl. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su
jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm.
Pero el yelmo que ocultaba el secreto de Eowyn había caído, y los cabellos
sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos
grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas.
La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda
mirada del enemigo.
Era Eowyn y también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto
en el Sagrario a la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del
hobbit: el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y
sintió piedad, y asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en
encenderse, volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan
desesperada, Eowyn no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin