Page 116 - El Retorno del Rey
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Una distancia de apenas una legua los separaba del sitio donde antes se alzaban
      las  murallas,  y  poco  les  llevó  recorrerlas:  demasiado  poco  para  el  gusto  de
      Merry.  Hubo  gritos  salvajes  y  algún  ruido  de  armas,  pero  la  escaramuza  fue
      breve. Los orcos en actividad alrededor de las murallas eran poco numerosos, y
      tomados por sorpresa fue fácil abatirlos, o al menos obligarlos a retroceder. Ante
      la puerta en ruinas del norte del Rammas, el rey ordenó un nuevo alto. Tras él, y
      flanqueándolo por ambos lados, se detuvo el primer éored. Dernhelm continuaba
      cabalgando a pocos pasos del rey, pese a que la compañía de Elfhelm se había
      desviado a la derecha. Los hombres de Grimbold fueron hacia el este y un poco
      más lejos penetraron por una brecha en el muro.
        Merry espió por detrás de la espalda de Dernhelm. A lo lejos, a diez millas o
      quizá  más,  había  un  gran  incendio;  pero  a  media  distancia  las  líneas  de  fuego
      ardían en una vasta media luna, y el cuerno más próximo estaba a sólo una legua
      de las primeras filas de jinetes. Nada más distinguió el hobbit en la oscuridad de
      la llanura, ni vio por el momento ninguna esperanza de amanecer, ni sintió el más
      leve soplo de viento cambiante o no.
        Ahora el ejército de Rohan avanzaba en silencio por los campos de Gondor,
      una corriente lenta pero continua, como la marea alta cuando irrumpe por las
      fisuras de un dique que se consideraba seguro. Pero el pensamiento y la voluntad
      del Capitán Negro estaban dedicados por entero al asedio y la destrucción de la
      ciudad, y hasta ese momento no había llegado a él ninguna noticia que anunciara
      una posible falla en sus planes.
        Al cabo de cierto tiempo el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este,
      para pasar entre los fuegos del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían
      avanzado sin encontrar resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal.
      Por  fin  hicieron  un  último  alto.  Ahora  la  ciudad  estaba  cerca.  El  olor  de  los
      incendios  flotaba  en  el  aire,  y  la  sombra  misma  de  la  muerte.  Los  caballos
      piafaban, inquietos. Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la
      agonía  de  Minas  Tirith,  como  si  la  angustia  o  el  terror  lo  hubieran  paralizado.
      Parecía  encogido,  acobardado  de  pronto  por  la  edad.  Hasta  Merry  se  sentía
      abrumado  por  el  peso  insoportable  del  horror  y  la  duda.  El  corazón  le  latía
      lentamente.  El  tiempo  parecía  haberse  detenido  en  la  incertidumbre.  ¡Habían
      llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden
      estuviera a punto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y
      huir furtivamente a esconderse en las colinas.
      Entonces, de improviso, Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de
      viento. ¡Le soplaba en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las
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