Page 117 - El Retorno del Rey
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nubes eran formas grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva:
más allá se abría la mañana.
Pero en ese mismo instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese
salido de las entrañas mismas de la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo
vieron la forma incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la
torre más alta resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después,
cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó
desde los campos.
Como al conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se
enderezó súbitamente. Y otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e
irguiéndose sobre los estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que
oyera jamás ningún mortal:
¡De pie, de pie, Jinetes de Théoden!
Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!
Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada, un día rojo, antes que llegue el alba!
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!
Y al decir esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el
portaestandarte, y lo sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se
elevaron juntas las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los
cuernos de Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como
un trueno en las montañas.
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!
De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de
él el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero
Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero
ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Éomer, y la crin blanca de la
cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía
como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero
nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente,
como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas
en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la
antigüedad, el propio Orome el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de Valar,
cuando el mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como
una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo.
Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las
tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y
morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de