Page 129 - El Retorno del Rey
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La  furia  del  combate  arreciaba  en  los  campos  del  Pelennor;  el  fragor  de  las
      armas  crecía  con  los  gritos  de  los  hombres  y  los  relinchos  de  los  caballos.
      Resonaban  los  cuernos,  vibraban  las  trompetas,  y  los  nûmakil  mugían  con
      estrépito  empujados  a  la  batalla.  Al  pie  de  los  muros  del  sur,  la  infantería  de
      Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas allí. Pero la
      caballería galopaba hacia el este en auxilio de Éomer: Húrin el Alto, Guardián de
      las  Llaves,  y  el  Señor  de  Lossarnach,  e  Hirluin  de  las  Colinas  Verdes,  y  el
      Príncipe Imrahil el Hermoso rodeado por todos sus caballeros.
        En  verdad,  esta  ayuda  no  les  llegaba  a  los  Rohirrim  antes  de  tiempo:  la
      fortuna le había dado la espalda a Éomer; su propia furia lo había traicionado. La
      violencia  de  la  primera  acometida  había  devastado  el  frente  enemigo  y  los
      Jinetes  de  Rohan  habían  irrumpido  en  las  filas  de  los  Hombres  del  Sur,
      dispersando a la caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los
      nûmakil  los  caballos  se  plantaban  negándose  a  avanzar;  nadie  atacaba  a  los
      grandes monstruos, erguidos como torres de defensa, y en torno se atrincheraban
      los  Haradrim.  Y  si  al  comienzo  del  ataque  la  fuerza  de  los  Rohirrim  era  tres
      veces  menor  que  la  del  enemigo,  ahora  la  situación  se  había  agravado:  desde
      Osgiliath, donde las huestes enemigas se habían reunido a esperar la señal del
      Capitán  Negro  para  lanzarse  al  saqueo  de  la  ciudad  y  la  ruina  de  Gondor,
      llegaban  sin  cesar  nuevas  fuerzas.  El  Capitán  había  caído;  pero  Gothmog,  el
      lugarteniente de Morgul, los exhortaba ahora a la contienda: Hombres del Este
      que empuñaban hachas, Variags que venían de Khand, Hombres del Sur vestidos
      de escarlata, y Hombres Negros que de algún modo parecían trolls llegados de la
      Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se precipitaban a atacar
      a los Rohirrim por la espalda, mientras otros contenían en el oeste a las fuerzas de
      Gondor, para impedir que se reunieran con las de Rohan.
        Entonces, a la hora precisa en que la suerte parecía volverse contra Gondor,
      y las esperanzas flaqueaban, se elevó un nuevo grito en la ciudad. Mediaba la
      mañana; soplaba un viento fuerte, y la lluvia huía hacia el norte; y el sol brilló de
      pronto.  En  el  aire  límpido  los  centinelas  apostados  en  los  muros  atisbaron  a  lo
      lejos una nueva visión de terror; y perdieron la última esperanza.
      Pues desde el recodo del Harlond, el Anduin corría de tal modo que los hombres
      de  la  ciudad  podían  seguir  con  la  mirada  el  curso  de  las  aguas  hasta  muchas
      leguas  de  distancia,  y  los  de  vista  más  aguda  alcanzaban  a  ver  las  naves  que
      venían  del  mar.  Y  mirando  hacia  allí,  los  centinelas  prorrumpieron  en  gritos
      desesperados: negra contra el agua centelleante vieron una flota de galeones y
      navíos de gran calado y muchos remos, las velas negras henchidas por la brisa.
        —¡Los Corsarios de Umbar! —gritaron—. ¡Los Corsarios de Umbar! ¡Mirad!
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