Page 192 - El Retorno del Rey
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En aquella hora de prueba fue sobre todo el amor a Frodo lo que le ayudó a
mantenerse firme; y además conservaba aún, en lo más hondo de sí mismo, el
indomable sentido común de los hobbits: bien sabía que no estaba hecho para
cargar semejante fardo aun en el caso de que aquellas visiones de grandeza no
fueran sólo un señuelo. El pequeño jardín de un jardinero libre era lo único que
respondía a los gustos y a las necesidades de Sam; no un jardín agigantado hasta
las dimensiones de un reino; el trabajo de sus propias manos, no las manos de
otros bajo sus órdenes.
« Y además todas estas fantasías no son más que una trampa» , se dijo. « Me
descubriría y caería sobre mí, antes que yo pudiera gritar. Si ahora me pusiera el
Anillo me descubriría, y muy rápidamente, en Mordor. Y bien, todo cuanto
puedo decir es que la situación me parece tan desesperada como una helada en
primavera. ¡Justo cuando hacerme invisible podría ser realmente útil, no puedo
utilizar el Anillo! Y si encuentro alguna vez un modo de seguir adelante, no será
más que un estorbo, y una carga más pesada a cada paso. ¿Qué tengo que hacer,
entonces?»
En el fondo, no le quedaba a Sam ninguna duda. Sabía que tenía que bajar
hasta la puerta, y sin más dilación. Con un encogimiento de hombros, como para
ahuyentar las sombras y alejar a los fantasmas, comenzó lentamente el
descenso. A cada paso se sentía más pequeño. No había avanzado mucho, y ya
era otra vez un hobbit disminuido y aterrorizado. Ahora pasaba justo por debajo
del muro de la Torre, y sus oídos naturales escuchaban claramente los gritos y el
fragor de la lucha. En aquel momento los ruidos parecían venir del patio detrás
del muro exterior.
Sam había recorrido casi la mitad del camino, cuando dos orcos aparecieron
corriendo en el portal oscuro y salieron al resplandor rojo. No se volvieron a
mirarlo. Iban hacia el camino principal; pero en plena carrera se tambalearon y
cayeron al suelo, y allí se quedaron tendidos e inmóviles. Sam no había visto
flechas, pero supuso que habían sido abatidos por otros orcos apostados en los
muros o escondidos a la sombra del portal. Siguió avanzando, pegado al muro de
la izquierda. Una sola mirada le había bastado para comprender que no tenía
ninguna esperanza de escalarlo. La pared de piedra, sin grietas ni salientes, tenía
unos treinta pies de altura, y culminaba en un alero de gradas invertidas. La
puerta era el único camino.
Continuó adelante, sigilosamente, preguntándose cuántos orcos vivirían en la
Torre junto con Shagrat, y con cuántos contaría Gorbag, y cuál sería el motivo de
la pelea, si en verdad era una pelea. Le había parecido que la compañía de
Shagrat estaba compuesta de unos cuarenta orcos, y la de Gorbag de más del
doble; pero la patrulla de Shagrat no era por supuesto más que una parte de la