Page 194 - El Retorno del Rey
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Ninguna respuesta. Sam se adelantó a grandes pasos. Dardo le centelleaba en
la mano con una luz azul. Las sombras eran profundas en el patio, pero alcanzó a
ver que el pavimento estaba sembrado de cadáveres. Justo a sus pies yacían dos
arqueros orcos apuñalados por la espalda. Un poco más lejos había muchos más,
algunos aparte, como abatidos por una estocada o un flechazo, otros en parejas,
como sorprendidos en plena lucha, muertos en el acto mismo de apuñalar,
estrangular, morder. Los pies resbalaban en las piedras, cubiertas de sangre
negra.
Sam notó que había dos uniformes diferentes, uno marcado con la insignia del
Ojo Rojo, el otro con una Luna desfigurada en una horrible efigie de la muerte;
pero no se detuvo a observarlos más de cerca. Del otro lado del patio, al pie de la
torre, vio una puerta grande; estaba entreabierta y por ella salía una luz roja; un
orco corpulento yacía sin vida en el umbral. Sam saltó por encima del cadáver y
entró; y entonces miró alrededor, desorientado.
Un corredor amplio y resonante conducía otra vez desde la puerta al flanco
de la montaña. Estaba iluminado por la lumbre incierta de unas antorchas en las
ménsulas de los muros, y el fondo se perdía en las tinieblas. A uno y otro lado
había numerosas puertas y aberturas; pero salvo dos o tres cuerpos más tendidos
en el suelo el corredor estaba vacío. Por lo que había oído de la conversación de
los capitanes, Sam sabía que vivo o muerto era probable que Frodo se encontrase
en una estancia de la atalaya más alta; pero quizás él tuviera que buscar un día
entero antes de encontrar el camino.
« Supongo que ha de estar en la parte de atrás» , murmuró. « Toda la Torre
crece hacia atrás. Y de cualquier modo convendrá que siga esas luces.»
Avanzó por el corredor, pero ahora con lentitud; cada paso era más trabajoso
que el anterior. El terror volvía a dominarlo. No oía otro ruido que el roce de sus
pies, que parecía crecer y resonar como palmadas gigantescas sobre las piedras.
Los cuerpos sin vida; el vacío; las paredes negras y húmedas que a la luz de las
antorchas parecían rezumar sangre; el temor de que una muerte súbita lo
acechase detrás de cada puerta, en cada sombra; y la imagen siempre presente
de los Centinelas siniestros que custodiaban la entrada: era casi más de lo que
Sam se sentía capaz de afrontar. Una lucha (con no demasiados adversarios a la
vez), hubiera sido preferible a aquella incertidumbre espantosa. Hizo un esfuerzo
por pensar en Frodo, que en alguna parte de este sitio terrible yacía dolorido o
muerto. Continuó avanzando.
Había dejado atrás las antorchas, y llegado casi a una gran puerta abovedada
en el fondo del corredor (la cara interna de la puerta subterránea, adivinó),
cuando desde lo alto se elevó un grito aterrador y sofocado. Sam se detuvo en
seco. En seguida oyó pasos que se acercaban. Allí, justo por encima de él,
alguien bajaba de prisa una escalera.
La voluntad de Sam, lenta y debilitada, no pudo contener el movimiento de la