Page 196 - El Retorno del Rey
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doscientos perdió la cuenta. Ahora avanzaba con sigilo, pues creía oír unas voces
      que hablaban un poco más arriba. Al parecer, quedaba con vida más de una rata.
        De pronto, cuando empezaba a sentir que le faltaba el aliento, que las rodillas
      no le obedecían, la escalera terminó. Sam se quedó muy quieto. Las voces se
      oían ahora fuertes y cercanas. Miró a su alrededor. Había subido hasta el techo
      plano  del  tercer  nivel,  el  más  elevado  de  la  Torre:  un  espacio  abierto  de  unas
      veinte yardas de lado, rodeado de un parapeto bajo. En el centro mismo de la
      terraza  desembocaba  la  escalera,  cubierta  por  una  cámara  pequeña  y
      abovedada, con puertas bajas orientadas al este y al oeste. Abajo, hacia el este,
      Sam  vio  la  llanura  dilatada  y  sombría  de  Mordor,  y  a  lo  lejos  la  montaña
      incandescente. Una nueva marejada hervía ahora en los cauces profundos, y los
      ríos  de  fuego  ardían  tan  vivamente  que  aún  a  muchas  millas  de  distancia
      iluminaban la torre con un resplandor bermejo. La base de la torre de atalaya,
      cuyo cuerno superaba en altura las crestas de las colinas próximas, ocultaba el
      oeste. En una de las troneras brillaba una luz. La puerta asomaba a no más de
      diez yardas de Sam. Estaba en tinieblas pero abierta, y de allí, de la oscuridad,
      venían las voces.
        Al principio Sam no les prestó atención; dio un paso hacia afuera por la puerta
      del este y miró alrededor. Al instante advirtió que allá arriba la lucha había sido
      más cruenta. El patio estaba atiborrado de cadáveres, cabezas y miembros de
      orcos mutilados. Un olor a muerte flotaba en el lugar. Se oyó un gruñido, seguido
      de un golpe y un grito, y Sam buscó de prisa un escondite. Una voz de orco se
      elevó, iracunda, y él la reconoció en seguida, áspera, brutal y fría: era Shagrat,
      Capitán de la Torre.
        —¿Así que no volverás? ¡Maldito seas, Snaga, gusano infecto! Te equivocas si
      crees que estoy tan estropeado como para que puedas burlarte de mí. Ven, y te
      arrancaré los ojos, como se los acabo de arrancar a Radbug. Y cuando lleguen
      algunos muchachos de refuerzo, me ocuparé de ti: te mandaré a Ella-Laraña.
        —No  vendrán,  no  antes  de  que  hayas  muerto,  en  todo  caso  —respondió
      Snaga  con  acritud—.  Te  dije  dos  veces  que  los  cerdos  de  Gorbag  fueron  los
      primeros en llegar a la puerta, y que de los nuestros no salió ninguno. Lagduf y
      Muzgash consiguieron escapar, pero los mataron. Lo vi desde una ventana, te lo
      aseguro. Y fueron los últimos.
        —Entonces  tienes  que  ir.  De  todos  modos  yo  estoy  obligado  a  quedarme.
      ¡Que los Pozos Negros se traguen a ese inmundo rebelde de Gorbag! —La voz de
      Shagrat se perdió en una retahíla de insultos y maldiciones—. Él se llevó la peor
      parte, pero consiguió apuñalarme antes que yo lo estrangulase. Irás, o te comeré
      vivo. Es preciso que las noticias lleguen a Lugbúrz, o los dos iremos a parar a los
      Pozos Negros. Sí, tú también. No creas que te salvarás escondiéndote aquí.
        —No pienso volver a bajar por esa escalera —gruñó Snaga—, seas o no mi
      capitán. ¡Nooo! Y aparta las manos de tu cuchillo, o te ensartaré una flecha en
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