Page 193 - El Retorno del Rey
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guarnición. Casi con seguridad estaban disputando a causa de Frodo y del botín.
      Sam se detuvo un segundo, pues de pronto las cosas le parecieron claras, casi
      como si las tuviera delante de los ojos. ¡La cota de malla de mithril! Frodo, como
      es natural, la llevaba puesta, y los orcos tenían que haberla descubierto. Y por lo
      que Sam había oído, Gorbag la codiciaba. Pero las órdenes de la Torre Oscura
      eran  por  ahora  la  única  protección  de  Frodo,  y  en  caso  de  que  fueran
      desacatadas, Frodo podía morir en cualquier momento.
        « ¡Adelante, miserable holgazán!» , se increpó Sam. « ¡A la carga!»
        Desenvainó  a  Dardo  y  se  precipitó  hacia  la  puerta.  Pero  en  el  preciso
      momento en que estaba a punto de pasar bajo la gran arcada, sintió un choque:
      como si hubiese tropezado con una especie de tela parecida a la de Ella-Laraña,
      pero invisible. No veía ningún obstáculo, y sin embargo algo demasiado poderoso
      le cerraba el camino. Miró alrededor, y entonces, a la sombra de la puerta, vio a
      los dos Centinelas.
        Eran como grandes figuras sentadas en tronos. Cada una de ellas tenía tres
      cuerpos  unidos,  coronados  por  tres  cabezas  que  miraban  adentro,  afuera,  y  al
      portal. Las caras eran de buitre, y las manos que apoyaban sobre las rodillas eran
      como  garras.  Parecían  esculpidos  en  enormes  bloques  de  piedra:  impasibles,
      pero  a  la  vez  vigilantes:  algún  espíritu  maléfico  y  alerta  habitaba  en  ellos.
      Reconocían a un enemigo: visible o invisible, ninguno escapaba. Le impedían la
      entrada, o la fuga.
        Sam tomó aliento y se lanzó una vez más hacia adelante, pero se detuvo en
      seco, trastabillando como si le hubiesen asestado un golpe en el pecho y en la
      cabeza. Entonces, en un arranque de audacia, porque no se le ocurría ninguna
      otra  solución,  inspirado  por  una  idea  repentina,  sacó  con  lentitud  el  frasco  de
      Galadriel  y  lo  levantó.  La  luz  blanca  se  avivó  rápidamente,  dispersando  las
      sombras  bajo  la  arcada  oscura.  Allí  estaban,  frías  e  inmóviles,  las  figuras
      monstruosas  de  los  Centinelas.  Por  un  instante  vislumbró  un  centelleo  en  las
      piedras negras de los ojos, de una malignidad sobrecogedora, pero poco a poco
      sintió que la voluntad de los Centinelas empezaba a flaquear y se desmoronaba
      en miedo.
        Pasó de un salto por delante de ellos, pero en ese instante, mientras volvía a
      guardar el frasco en el pecho, sintió tan claramente como si una barra de acero
      hubiera descendido de golpe detrás de él, que habían redoblado la vigilancia. Y
      de las cabezas maléficas brotó un alarido estridente que retumbó en los muros. Y
      como una señal de respuesta resonó lejos, en lo alto, una campanada única.
      —¡Bueno, bueno! —dijo Sam—. ¡Parece que he llamado a la puerta principal!
      ¡Pues bien, a ver si acude alguien! —gritó—. ¡Anunciadle al Capitán Shagrat que
      ha llamado el gran guerrero elfo, y que trae consigo la espada élfica!
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