Page 264 - El Retorno del Rey
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Por fin un día, al caer de la tarde pudieron verse desde lo alto de las murallas
los pabellones levantados en el campo, y las luces nocturnas ardieron durante
toda aquella noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y
cuando el sol despuntó sobre las montañas del este, ya no más envueltas en
sombras, todas las campanas repicaron al unísono, y todos los estandartes se
desplegaron y flamearon al viento; y en lo alto de la Torre Blanca de la
Ciudadela, de argén resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el
Estandarte de los Senescales fue izado por última vez sobre Gondor.
Los Capitanes del Oeste condujeron entonces el ejército hacia la ciudad, y la
gente los veía pasar, fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y
llegaron así al Atrio, y allí, a unas doscientas yardas de la muralla, se detuvieron.
Todavía no habían vuelto a colocar las puertas, pero una barrera atravesada
cerraba la entrada a la ciudad, custodiada por hombres de armas engalanados
con las libreas de color plata y negro, las largas espadas desenvainadas. Delante
de aquella barrera aguardaban Faramir el Senescal, y Húrin el Guardián de las
Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la Dama Eowyn de Rohan con Elfhelm el
Mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos lados de la Puerta se
había congregado una gran multitud ataviada con ropajes multicolores y
adornada con guirnaldas de flores.
Ante las murallas de Minas Tirith quedaba pues un ancho espacio abierto,
flanqueado en todos los costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de
Rohan, y por la gente de la ciudad y de todos los confines del país. Hubo un
silencio en la multitud cuando de entre las huestes se adelantaron los Dúnedain,
de gris y plata; y al frente de ellos avanzó lentamente el Señor Aragorn. Vestía
cota de malla negra, cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al
cuello por una gema verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza
descubierta, salvo una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con
él estaban Éomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de
blanco, y cuatro figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.
—No, mujer, no son niños —le dijo Ioreth a su prima de Imloth Melui—. Son
Periain, del lejano país de los Medianos, y príncipes de gran fama, dicen. Si lo
sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son pequeños, sí, pero
valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo por su escudero, entró
en la Tierra Tenebrosa, y allí luchó con el Señor Oscuro, y le prendió fuego a la
Torre ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que corre por la ciudad. Ha de
ser aquél, el que camina con nuestro Rey, el Señor Piedra de Elfo. Son amigos
entrañables, por lo que he oído. Y el Señor Piedra de Elfo es una maravilla: un
poco duro cuando de hablar se trata, es cierto, pero tiene lo que se dice un
corazón de oro; y manos de Curador. « Las manos del rey son manos que
curan» , eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y Mithrandir me dijo:
« Ioreth, los hombres recordarán largo tiempo tus palabras, y…»