Page 103 - Brugger Karl Crnica de Akakor
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hacia el Norte. El dato que da es el año 560 d. de C., que coincide con los supuestos
                  científicos.
                  Hasta el momento, el problema de la llegada al Nuevo Mundo de los godos o de otros pueblos
                  nórdicos no ha sido aclarado aún. Existe un determinado número de teorías diferentes, todas
                  ellas difundidas por reputados científicos. Además, la historiografía tradicional ha demostrado
                  hasta qué punto está mediatizada por el pensamiento y por los prejuicios contemporáneos.
                  Durante generaciones, los historiadores han cometido errores grotescos, tales como el del
                  descubrimiento de América por Cristóbal Colón o el de la construcción de Tiahuanaco en el año
                  900 d. de C. Es posible que los actuales expertos hayan adoptado las dos siguientes
                  suposiciones y que se hayan mantenido firmes en ellas: todo comenzó con las hordas salvajes
                  de Asia y terminó con los conquistadores españoles. Hace setenta años, nada se sabía sobre
                  la fortaleza de Machu Picchu. Hace veinte años, la Amazonia era todavía considerada como un
                  vacío arqueológico. Hace diez años, los científicos aún afirmaban que el número de indios de la
                  jungla nunca había superado el millón. Todavía pueden existir muchos secretos enterrados
                  bajo las rocas de los Andes o
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                  en la inmensidad de las lianas de la jungla. Estamos aún lejos de conocer toda la verdad.
                  La llegada de los descubridores españoles y portugueses
                  La llegada de Colón a América en el año 1492 inició los contactos entre los conquistadores
                  europeos y los pueblos del Nuevo Mundo. Su tradición era la de recibir a los extranjeros con
                  amabilidad, de modo que trataron a los barbudos blancos con mucho respeto. El rey de los
                  aztecas obsequió a Cortés con unos regalos preciosos. Atahualpa, el rey de los incas, envió
                  una delegación para saludar a Pizarro. El caudillo de los tupis incluso ofreció a su propia hija
                  como un signo de hospitalidad a los portugueses que habían desembarcado en la costa
                  brasileña. «Los nativos», escribía a su rey el navegante portugués Cabral, «se muestran tan
                  humildes y pacíficos que puedo asegurarle a Su Majestad que no tendremos problema alguno
                  para establecernos en el país. Aman a sus vecinos tanto como a sí mismos, y su lenguaje es
                  siempre amable, amistoso y va acompañado de una sonrisa».
                  Esta conducta, que a los ojos europeos era inhabitual, fue interpretada por los españoles y
                  portugueses como una debilidad. Pizarro, descrito por sus compañeros como un fiel servidor de
                  su rey, pensó que el pueblo debería hacer entrega inmediata de todo el oro, que se hallaba
                  disponible en cantidades inmensas. Durante los años siguientes, los conquistadores europeos
                  hicieron todo lo posible por convertir estas intenciones en actos. En unas décadas des-
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                  truyeron tres grandes imperios, asesinaron a millones de personas e incluso destruyeron todos
                  los registros escritos de civilizaciones que, en muchos aspectos, no sólo igualaban a la suya
                  propia sino que la superaban. El Nuevo Mundo ardió en llamas, devastado y asolado por los
                  navegantes que habían sido recibidos como dioses. «Nos veneran como criaturas divinas»,
                  escribía el padre jesuíta Dom José al rey español. «Nos dan todo lo que deseamos. Sí, e
                  incluso conocen la historia del Salvador. Únicamente puedo imaginar que uno de los doce
                  apóstoles debe haber estado en este continente anteriormente».
                  Según las tradiciones orales y escritas de los antiguos pueblos americanos, los conquistadores
                  españoles y portugueses debían su amistosa recepción no a un viajero apóstol sino a los
                  dioses. Éstos no habían hecho más que el bien a los pueblos y les habían prometido regresar
                  un día. Dado que, según los sacerdotes, «el tiempo había cumplido su ciclo y los extranjeros
                  habían llegado a bordo de poderosas naves que se deslizaban silenciosamente sobre las
                  aguas y cuyos mástiles llegaban hasta el cielo», el pueblo creyó que la profecía se estaba
                  cumpliendo. La raza del Padre Sol de los incas y de los Padres Antiguos de los ugha mongulala
                  había regresado.
                  Muy pronto, sin embargo, se dieron cuenta los nativos de que habían sido víctimas de una cruel
                  decepción. Los supuestos dioses se comportaban como diablos. «Son rompedores de huesos,
                  peores que los animales», como reitera la Crónica de Akakor. Los imperios azteca, inca y maya
                  fueron destruidos; con ellos murió asimismo la leyenda del regreso de los antepasados divinos.
                  Únicamente las tribus indias que viven en las regiones inaccesibles de la jungla han preservado
                  esta creencia hasta la actualidad.
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                  «Los nativos salieron a nuestro encuentro como si nos hubieran estado esperando», escribe el
                  etnólogo brasileño Orlando Vilas Boas en su informe al establecer contacto con una tribu del
                  Arual en 1961. «Escoltaron a la expedición hasta el centro de la aldea y nos ofrecieron regalos.
                  La conducta de los indios debe estar relacionada con una antigua memoria que se ha
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