Page 98 - Vive Peligrosamente
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seguida. Los hijos, nacidos en el paso de los años, se mostraron muy
interesados en saber "cosas nuevas". Yo me vi en un aprieto cuando tuve
que contarles todas "mis aventuras".
No me sorprendió mucho saber que mi anfitrión consideraba como
natural el que el nacional–socialismo fuera infiltrándose en Holanda, y que
tuviera muchos simpatizantes. Se mostró muy explicito con respecto a sus
temores, que giraban en torno del problema religioso. Temía ser obligado a
renegar de sus creencias católicas, que estaban profundamente arraigadas
en su alma. Sólo pude responderle que consideraba que la religión era algo
de suma importancia y que nada tenía que ver con la política.
La tarde del día siguiente pasé por Utrecht con mi columna. Y, al fin,
llegué a Amersfoort, acantonamiento de mi regimiento de Artillería. No
tardando mucho pasé a formar parte del Estado Mayor. Y en julio de 1940
fui incorporado en mi condición de oficial subalterno. Mi superior más
inmediato era el capitán Schâfer, ingeniero, al que me unía una sincera
amistad. Cuando nos encontrábamos no me sentía ante él como ante un
superior; me hallaba con un amigo que había compartido conmigo los días
en que, en Viena, nos dedicábamos a las carreras de coches. Nos reuníamos
muchas veces cuando no estábamos de servicio, y pasábamos juntos
agradabilísimas veladas que, después, recordábamos con deleite. Incluso el
comandante de mi regimiento, Hansen, no me trataba como tal superior.
Estaba en el ejército desde hacía años y era un veterano de la primera
guerra mundial. Sus "pinceladas poéticas" –era escritor, cosa de la que me
enteré más tarde–, le hacían extraordinariamente simpático. Se mostraba
sumamente correcto, y no nos "pasaba" nada.
Los camaradas de mi sección me recibieron amablemente, a pesar de
considerarme "el nuevo". Pero lo que más nos alegró a todos, sin excepción
alguna, fue la concesión de un permiso, dado en grupos, para visitar a
nuestros familiares.
Ver que mi patria tomaba con calma las limitaciones traídas consigo por
la guerra, me tranquilizó mucho. Todos los habitantes de la retaguardia
aceptaban, como una cosa natural, el racionamiento; no se quejaban por
comer carne sólo dos veces por semana y de tener que tomar leche en
polvo. Pero, en contraste con esto, los niños no carecían de nada. Era
sabido que el Estado hacía todo lo posible para velar por todos, dentro de
sus posibilidades.