Page 94 - Vive Peligrosamente
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en una plaza. Fue entonces cuando vi el motivo de tanta alarma: ¡Un tigre
          masticaba impasible cerca de la última casa!
            Me apresuré a detener  el coche. Lo primero que pasó por  mi
          imaginación fue que la bestia acababa de destrozar a una persona. Pero en
          seguida me di cuenta de que lo que comía era un simple trozo de carne.
          Empuñé mi pistola del 7,65, pero me pareció un gesto ridículo. Noté que
          me invadía la fiebre del cazador y que no podía volverme atrás. Recordé
          que el fusil de mi conductor estaba en la parte trasera del coche. Lo tomé, al
          tiempo que las voces excitadas de las personas  asomadas  a las ventanas
          contribuían a aumentar mi emoción. El tigre me miró, mas no prestó a mi
          persona la más mínima atención.
            Retiré el seguro del arma, tensé  mis  músculos y  apunté. Cesaron de
          pronto las voces y me  sentí más tranquilo. Fijé  la puntería entre los
          omoplatos de la fiera, como si se tratara de un ciervo. Mi amor propio de
          cazador  me vedaba disparar sobre el tigre  mientras estaba echado
          tranquilamente. Pero, a pesar de todo, disparé una y otra vez.
          Extrañamente, el tigre no dejó escapar un solo gruñido. A mí me parecía
          imposible no haber hecho blanco. La fiera dejó la carne que sostenía entre
          sus zarpas y se levantó  pausadamente. Disparé por tercera vez y me di
          cuenta de que le había herido. El enorme gato se dobló y cayó al suelo.
            Yo tenía la impresión de que era un ser irreal, absurdo. ¡Nunca hubiese
          podido imaginar que iría  a disparar sobre un tigre  en una callejuela de
          Bordeaux! Una idea me vino al pensamiento: "¿No he leído en alguna parte
          que en la India se cazan los tigres disparando desde un coche? Pero... ¡Yo
          no estoy en la India!"
            Me encontraba a unos ciento veinte metros  de mi  presa. Debía
          acercarme a ella para rematarla. No sabía qué hacer, si acercarme al tigre o
          volver a disparar desde donde me hallaba.
            Las gentes empezaron a salir de sus casas. Pero en cuanto veían que el
          felino hacía el más leve movimiento, volvían a refugiarse en los portales.
          Subí de nuevo al coche y avancé unos ochenta  metros  más en dirección
          adonde estaba el tigre. Hice alto y volví a apuntar; disparé y aquella vez la
          bala entró por entre los ojos del animal. El tigre emitió un rugido de dolor
          que nos heló la sangre. Acto seguido expiró.
            La calle se llenó de personas que se acercaron a la fiera, la observaron
          atentamente  y me rodearon excitadas. A  medias comprendí sus
          explicaciones: el tigre debía haberse escapado de algún circo cuando éste
          estaba embarcando sus bagajes en la estación; muy probablemente se había
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